Revisando diversos materiales para una conferencia dirigida a padres de familia sobre el daño que hace la nociva sobreprotección a la autoestima y salud mental de los hijos, encontré el libro de un amigo ya fallecido, el filósofo y educador argentino Jaime Barylko, titulado “Los hijos y los límites” (Emece Editories). Varios de sus párrafos son tan acertados que los transcribiré sólo ligeramente editados y articulados para compartir su pensamiento con los lectores peruanos.

En relación a los padres a los que observó sobreprotectores y confundidos sobre cómo actuar con sus hijos, decía que a éstos, en un afán de prevenir las huellas negativas que pudieran dejar decirles NO a sus hijos, los espantó el miedo a equivocarse, a marcarlos. Lo que ocurrió sin embargo, es que se equivocaron y los marcaron fundamentalmente con el vacío, con la ausencia, con ese otro NO que es el de la privación de los límites, tradiciones, costumbres, maneras.

Lo importante, creían los padres, era el sentimiento. Pero creyeron que si al sentimiento se lo deja solo -sin guía-, fluirá e irradiará. Ocurrió que al dejarlo sólo, irradió tempestades. Erraron al asumir románticamente que el alma humana lanzada a una libertad sin límites, sin demarcaciones de territorios, podría dar lugar a un mundo mejor, más bello. No se dio, lamentablemente.
Hoy sabemos por qué no se dio: la demolición de los límites, o su mera ignorancia, produce el caos, que nada tiene que ver con la libertad. Que cada uno haga lo que le parezca, no es libertad; es capricho, neurosis y caos. Su producto no es la felicidad; es la incomunicación y la angustia.

Criaron a los hijos en un clima de padres culpables e hijos absueltos, a priori… Y es cierto: los padres son culpables. Culpables del miedo a educar, de expresarse libremente por no invadir la intimidad del libre crecimiento del hijo. Culpables de no ser padres o de serlo únicamente a la defensiva… Ahora están maniatados por el no-saber-qué-hacer. El miedo paraliza y no le hace bien a nadie. Tampoco a los hijos.
Fue por miedo y no por bondad que surgieron los padres permisivos. Es el miedo a que los hijos no los quieran por lo poco que los ven el que los anima a ponerles muy pocos límites y a darles gusto en todo. Es el miedo a que no les cuenten sus cosas el que los hace igualarse con ellos y dejar de ser padres para convertirse en compinches. Es el miedo a disgustarlos el que los hace permitir que vayan a fiestas y lugares que no deben y con quien no deben. Es el miedo a que los tachen de anticuados el que los hace permitir que se vistan en forma indecente, que se entretengan con música y juego violentos o que tomen licor. Es el miedo a que fallen o sufran, el que los empuja a ayudarles más de lo debido y a asumir sus problemas como propios.

Sin embargo, a lo deberían tenerle más miedo los padres, es a que los hijos fracasen porque no saben hacer ningún esfuerzo, a que escojan el mal camino porque se acostumbraron a que todo les está permitido; y a que no sepan amar porque aprendieron a recibir y no a dar; es decir, a que carezcan de lo que necesitan para llegar a ser personas estructuradas, seguras de si mismas y correctas, atributos indispensables para triunfar.

Tiene que ser tenebroso tener que estar bajo la tutela de unos padres débiles y amedrentados que rueguen para no ordenar, cedan para no disgustar y callen para no molestar. Es un peso enorme para los hijos que les estén apostando tan alto a ser amados por ellos, y que le teman tanto a perder su aprobación.

Solo en la medida que los guíe el verdadero amor por los hijos podrán hacer lo más conveniente para ellos, por difícil o doloroso que sea, y así ayudarlos a ser más sólidos conforme avanzan en sus etapas formativas. Con ello crecerán las posibilidades de que los hijos tengan las cualidades y atributos que precisan para crecer sanos en un mundo difícil y tener un papel protagónico en su destino.
La sobreprotección castra a los hijos, los vuelve impotentes, inseguros, frágiles. Los transforma en actores dependientes de sus padres y luego de sus pares o empleadores, porque no saben qué camino seguir por sí solos. ¿Es esa una forma educativa de expresar el amor por los hijos?

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La sobreprotección de quienes ‘sobrevuelan’ la vida de sus hijos. Algunos padres viven advirtiéndoles de peligros a los que se exponen y evitando que se equivoquen. Todo padre quiere que su hijo esté bien y que nunca le pase nada malo. Lo que se le olvida es que el niño se tiene que caer para aprender a caminar, y que de caída en caída conseguirá el equilibrio y la fuerza para hacerlo bien. A estos padres sobreinvolucrados se les pasa que solo de los errores se aprende, por ello hay que permitir que nuestro niño o niña cometa errores y fracase para que se fortalezca.

‘Está bien que los hijos sufran y se frustren’: Alejandro de Barbieri. El psicólogo uruguayo explica en esta entrevista su propuesta a los padres de educar sin culpas. Frustrar es educar. Esa podría ser la frase que resume el libro ‘Educar sin culpa’, del psicólogo uruguayo Alejandro de Barbieri. La sentencia, que resulta fuerte y directa, busca retratar una realidad: si se evita que los hijos se frustren, se está evitando que crezcan y maduren. Los padres de hoy somos padres ‘culpógenos’. Tenemos miedo de que nuestros hijos no nos quieran, con lo cual eso nos tranca el rol