Cuando del Ministerio de Educación me comunicaron que me condecorarían con las Palmas Magisteriales el Día del Maestro, me sorprendió enterarme de que a mis 49 años de edad me convertiría en el Amauta más joven del país. Eso significa que esta vez el ministerio ha ido contra la acendrada costumbre peruana de premiar principalmente a la gente mayor, a los moribundos o aun a los fallecidos, para pasar a reconocer también a personas que están en su plena juventud y edad más productiva. Agradezco por ello al ministro Marcial Rubio y a su alta dirección, que me halagan con este reconocimiento.
Quizá los Laureles Deportivos sean la principal excepción a esta regla tácita de encumbrar a los premiados durante su tercera edad. Valga entonces la ocasión para sugerir que esta excepción se convierta en regla, y que el Estado Peruano revise su cultura del reconocimiento para no esperar el final de la vida de los homenajeables.
Claro que tampoco se trata de exagerar y pasarse al otro extremo. Al lado de los premios por logros específicos, que inclusive podrían entregarse a niños y jóvenes, deberían seguir existiendo los reconocimientos a las trayectorías de vida de personalides que han hecho un aporte continuado al país.
Es interesante anotar que hay países cuya cultura de reconocimiento es diferente a la nuestra. Por ejemplo en el Ejército de Israel, uno de los más hábiles del mundo, los oficiales llegan al grado de general antes de los 40 años, por acumulación de méritos, que es algo impensable para nuestro continente. En la misma línea recordaba una conversación con uno de mis ex alumnos del León Pinelo, que era un prometedor físico del MIT, que teniendo 29 años comentaba que le quedaba un año de vida para hacer un gran descubrimiento. ¿Por qué un año? Porque en su universidad consideraban que si un científico no lograba un descubrimiento importante hasta los 30 años, tampoco lo haría en los años siguientes. Según ellos después de los 30 años los expertos se limitarían a trabajar y desarrollar aquello que su mente ya produjo o vislumbró en sus años de juventud.
Esto es muy coherente con la cultura empresarial estadounidense que sistemáticamente despide a la gente mayor para contratar a más jóvenes.
Otra consideración que me suscita este premio es que, si no me lo hubiera otorgado este gobierno de transición, difícilmente algún otro lo hubiera hecho. Lamentablemente la mayoría de los premios y reconocimientos que otorgan las autoridades gubernamentales suelen tener el sesgo de la conveniencia política, lo que usualmente deja fuera a personalidades que no son cercanas al Gobierno.
Figuras como Max Hernández, Julio Cotler, Rosa María Mujica, Hugo Díaz, Enrique Obando, etc. hace tiempo debieron haber sido premiadas por sus aportes al país pero por las consideraciones indicadas aún han quedado de lado. Quizá la lección que se deriva de esto es que los premios nacionales deberían ser otorgados por comisiones autónomas del poder político, de modo que se garantice una mayor objetividad democrática.
Finalmente otra razón por la que conviene que el Estado Peruano revise su cultura de reconocimientos es que en esta época en la que la mayoría de los medios de comunicación resalta tanto los contravalores, destacar los aportes de personas cuyas virtudes contribuyen a hacer patria puede servir de aliciente y darles esperanzas a los peruanos serios. En ese sentido los ministros, alcaldes, rectores y autoridades de diversas instituciones, acompañados por los medios de comunicación, tienen a su alcance una útil estrategia para levantar los valores nacionales y la autoestima de los peruanos.