Edith Zirer (66), única sobreviviente de una familia exterminada por los nazis, reveló durante la visita del Papa Juan Paulo II al Museo del Holocausto en Jerusalem cómo él le salvó la vida en Cracovia, en febrero de 1945, cuando deambulaba sola luego de la liberación del campo de concentración Hassak. “Me acuerdo perfectamente. Me encontraba allí, era una niña de trece años, sola, enferma, débil. Había pasado tres años en un campo de concentración alemán, a punto de morir”. Cuando Karol Wojtyla me vio, “vino con una gran taza de té, la primera bebida caliente que había podido probar en las últimas semanas. Después me trajo un bocadillo de queso, hecho con pan negro polaco, divino. Pero yo no quería comer, estaba demasiado cansada. El me obligó. Después me dijo que tenía que caminar para coger el tren. Lo intenté, pero me caí al suelo. Entonces, me tomó en sus brazos, y me llevó durante mucho tiempo. Mientras tanto la nieve seguía cayendo. Recuerdo su chaqueta marrón, la voz tranquila que me reveló la muerte de sus padres, de su hermano, la soledad en que se encontraba, y la necesidad de no dejarse llevar por el dolor y de combatir para vivir. Su nombre se grabó indeleblemente en mi memoria”. (http://www.aciprensa.com/juanpabloii)
La estatura de un hombre se configura por la suma de las pequeñas acciones que traslucen sus valores y convicciones. Y en Juan Pablo II, esa suma es muy grande. Fue un Papa que se forjó bajo el nazismo y el comunismo que fueron los dos grandes totalitarismos del siglo XX y bajo el terrorismo fundamentalista de sectores radicales del Islam y salió airoso. Fue un Papa que recorrió más de un millón de kilómetros a través de 104 viajes por 133 países para acercarse a la gente y desplegar una propuesta ecuménica. Fue un Papa que ayudó a provocar la caída del comunismo lo que llevó a los servicios de inteligencia comunistas a intentar matarlo, usando a un terrorista turco como sicario. Fue un Papa que después de centurias de relaciones tirantes teñidas de sangre entre la Iglesia Católica y el pueblo judío visitó la Gran Sinagoga de Roma para rezar con sus “hermanos mayores” (abril de 1986); reconoció al estado de Israel y estableció relaciones diplomáticas plenas a pesar de la presión contraria de los países árabes (1993); y en su visita a Yad Vashem-Museo del Holocausto en Jerusalem (2000) pidió perdón al pueblo judío por la contribución de los católicos al antisemitismo, convirtiéndose en el verdadero héroe de la reconciliación entre judíos y cristianos. Pocos valoran lo suficiente que fue Juan Pablo II el que convirtió el “deber de la memoria” en un tema central de su predicación. En Auschwitz en 1978, en Mauthausen en 1988, en Majdanek en 1991 o en la visita a la Sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986, reiteró siempre -como el 18 de abril de 1993 en la plaza de San Pedro-, “Los días del Holocausto han sido una auténtica noche de la Historia, cuando se cometieron crímenes inauditos contra Dios y contra los hombres”.
Ese Papa, merece todo nuestro respeto. Judíos como yo no pretendemos tomar parte en el debate interno entre ortodoxos y liberales del mundo católico sobre los temas polémicos de la sexualidad y la concepción humana, -que dicho sea de paso se dan también al interior del liderazgo religioso judío-. Lo que creemos justo es expresar nuestro respeto y admiración por un hombre bueno, que ha sido fuente de inspiración para los hombres de buena voluntad del mundo.
Bernard Henry Levy decía oportunamente en Le Point “¿Cómo no sentirse en total acuerdo con quien, igual que encontró en Toronto palabras oportunas para poner en guardia a los jóvenes contra un mundo regido únicamente por las leyes de dinero, éxito y poder, se pone claramente del lado de los indios víctimas de una liquidación cultural, y a veces física en México y Guatemala; de la misma manera que el año pasado, en el Kazakhstan musulmán, se situaba en el polo opuesto a las ideas de moda sobre la guerra de civilizaciones entre el mundo cristiano y el Islam?
No era posible mantenerse insensible ante ese espectáculo del peregrino agotado que, dejando de lado su propia debilidad y casi electrizado por el amor que le tenían y que su ser entero irradiaba, prometía cumplir su misión, por intolerables que fueran las miserias del cuerpo, hasta su último aliento”. Para ello se requería un gran liderazgo, talento y mucho amor al prójimo. Juan Pablo II los tenía.
¡Que descanse en paz, Juan Pablo II!.