¿Cuántos peruanos tienen el extraño privilegio de decir “eso no lo puedo aceptar porque no es ético” o inclusive decir “renuncio por razones de principio” si es que reciben un encargo éticamente censurable? No me refiero solamente a peruanos que han tenido la oportunidad de educarse para construir una personalidad y una moralidad a toda prueba, capaz de trazar límites infranqueables entre lo aceptable y lo inaceptable en el desempeño de una función para terceros. Me refiero también a tener alternativas de acción de modo que si uno desiste de un trabajo, tenga otros en la cartera para suplir los ingresos faltantes y no desamparar a quienes dependen de los ingresos que uno aporta al hogar. Si queremos ir más allá aún, me refiero a aquellos que tienen tal capacidad de sacrificio que los lleva a preferir un futuro de ingresos nulos o inciertos antes de ceder ante el chantaje, venderse o atender condiciones de trabajo inaceptables desde el punto de vista ético.
Sin duda, en el Perú no son muchos los jueces, profesores, contadores, policías, abogados, comerciantes, periodistas, regidores, congresistas, autoridades locales, regionales y nacionales, etc. que hayan mostrado esa capacidad de deslinde ético aún entre aquellos cuya educación y patrimonio acumulado se los permitiría sin mayores sacrificios. Por lo tanto, no debe sorprendernos esta ausencia de moralidad en la vida pública y privada, en el quehacer administrativo, en la vida política. Actuar de acuerdo a principios éticos ha resultado un privilegio de pequeñas minorías, que se convierten en bichos raros frente al océano de inmoralidad, corrupción y trasgresiones impunes.
Una parte de esta inmoralidad es revelada por la prensa, pero otra inmensa parte queda oculta porque se ha normalizado e institucionalizado tanto que ya es parte de la “peruvian way of life”, la manera peruana de vivir. Lo más grave del asunto es que a la mayoría parecería no importarle o al menos no importarle lo suficiente como para intentar cambiarlo, a pesar de la infinidad de evidencias de que la sociedades democráticas más desarrolladas, son precisamente las que tienen un mayor respeto al estado de derecho y a la ética pública. Es decir, las menos corruptas.
Algunos líderes, acostumbrados a usar a la escuela como lavandería de conciencias, demandan que haya más educación en valores en ellas, sin reparar en que los niños aprenden de los adultos sus comportamientos frecuentes, incluyendo los inmorales, los cuales tienden a reproducir. Después de todo, cuando la realidad (inmoral) se confronta con la idealidad (de los contenidos de los programas escolares), usualmente domina la realidad. Se requiere demasiada convicción y fuerza interna para poder enfrentarse a las mayorías en nombre de algún principio. Pero esas convicciones y fortalezas se adquieren en el hogar y en las instituciones sociales a las que acuden los niños, bajo la inspiración de personalidades adultas que les sirven de guía y ejemplo. También se adquieren por identificación con personajes públicos que hacen de esos valores la columna vertebral de su desempeño público y privado. A la inversa, se ven desalentados cuando abundan los contra ejemplos o cuando no hay incentivos para actuar correctamente, sino más bien se premia al trasgresor, al “vivo”, al chantajista, al corruptor. Ese debe ser el punto de partida para cualquier propuesta de reforma del estado con miras a su desarrollo social, político, económico y ético.
¿Cómo hemos llegado a la situación actual? Gracias a los gobernantes y funcionarios públicos que en las últimas décadas imprimieron ese sello de corrupción e inmoralidad al quehacer público y que se han diluido ante la premisa de que “todos lo hacen” ó “solo así funcionan las cosas” ó “si hace obras, no importa si roba”.
¿Cómo podríamos romper este círculo vicioso de inmoralidad? Primero, los gobernantes deben crear las condiciones para que todos los peruanos de buena voluntad puedan actuar de acuerdo a la ley y a los principios de la convivencia correcta sin tener que apelar a artimañas o transgresiones para resolver sus problemas, impidiendo y sancionando además los beneficios de las coimas o chantajes. Segundo, los ciudadanos debemos aprender a elegir autoridades que en su trayectoria personal hayan demostrado poseer estas calidades éticas que los hagan depositarios confiables de nuestras expectativas de gobierno ético. Estamos muy cerca del inicio de la campaña electoral del año 2006 que encumbrará el tipo de autoridades que queremos que rijan los destinos del Perú. Si nos volvemos a equivocar, difícilmente lograremos subirnos al tren de la globalización y de la lucha por erradicar la pobreza. Pensemos antes de votar en quiénes nos ayudarán a vivir de modo que actuar de acuerdo a los principios morales sea lo habitual.