Muchos congresistas aún no perciben que el Estado es el principal obstáculo para las iniciativas innovadoras

El Congreso tiene previsto aprobar en la segunda quincena de octubre una Ley de Educación que aún no ha sido abiertamente debatida, no resiste el menor análisis de viabilidad ni cuenta con el respaldo de la comunidad académica y magisterial. Es una ley que no se desprende de una visión consensuada del futuro, insiste en un enfoque estatista y carece de las herramientas para proveer una educación de calidad. Otra vez, una ley para las tribunas, que parte del equivocado supuesto de que el Estado Peruano es un millonario y eficiente dotador de recursos, capacitador y contratador de maestros, controlador de la calidad y fiel garante del aprendizaje de los alumnos. Además, es una ley sectorial, que no compromete a sectores como Salud, Trabajo, Industrias, Agricultura, Mujer, Justicia, etc., de los cuales depende la solución de buena parte de los problemas que limitan el aprendizaje de los alumnos. De paso, inmoviliza las energías de directores, padres y profesores del sector público que con más autonomía y creatividad podrían mejorar la deteriorada educación peruana. No parece reflejar la conciencia de que la educación peruana está en la cola del mundo como consecuencia de la visión, diseño y leyes ineficaces que la han regido en las últimas tres décadas y que, por lo tanto, mientras más se parezca la nueva ley a las anteriores, más probable será que la educación peruana siga el camino al colapso.
Seamos claros. Las facultades e institutos pedagógicos actualmente existentes son los que han producido los especialistas en gestión y currícula del Ministerio de Educación así como a los 300 mil directores y profesores que laboran actualmente en los colegios del Perú, cuyo trabajo ha dado como resultado que el Perú ocupe el último lugar en la escala educacional de América Latina. Los 100 mil maestros titulados que aún esperan ser contratados y los 170 mil actuales estudiantes de pedagogía han recibido la misma deficiente formación.
Quiere decir que si seguimos así, seremos los últimos comparados no solo con América Latina sino también con África. En otras palabras, si no hay un cambio radical y revolucionario en la educación peruana, desde su concepción hasta su aplicación, seguiremos rezagándonos. ¿Requerimos una nueva ley de educación para garantizar que nos mantendremos en el último lugar? Tengamos cuidado de no culpar a los maestros, que hacen lo que les enseñaron y ordenaron, sino a quienes han diseñado un sistema educativo imposible de financiar que ha permitido que se forme y discapacite a los profesores para cumplir con los objetivos de la calidad.
Otra vez esta ley descansa en la irrealizable ilusión de un Estado proveedor, benefactor, administrador y financiador casi exclusivo de la educación pública. El Estado seguirá a cargo de los concursos, nombramientos y muy infrecuentes remociones de profesores; los directores no tendrán prerrogativas gerenciales para generar recursos y administrar el personal; la acreditación de instituciones, evaluación de alumnos y certificación de la idoneidad de los profesores estará a cargo del Estado; el financiamiento de la gratuidad universal será estatal con el inalcanzable 6% del PBI asignado, sin que haya estímulos a los aportes privados.
Lamentablemente muchos congresistas aún no perciben que el Estado es el principal obstáculo para las iniciativas innovadoras y que para salir de la emergencia educacional hay que cancelar normas y procedimientos ineficaces, generar ahorros por eficiencia y captar recursos no estatales. La ley propuesta hace lo contrario: pretende ampliar la cobertura de inicial y secundaria sin contar con financiamiento; mantiene los vicios del sistema vigente; y no atrae recursos adicionales a los escasos del propio Estado. Por lo tanto, no mejorará la calidad. Solo queda invocar a los congresistas: por favor, cambien esa ley.