Muchas veces en los ámbitos de la educación, las buenas intenciones se distorsionan debido a su inadecuada implementación. Esto ocurre con frecuencia en los colegios y las universidades, por ejemplo cuando en nombre de una convivencia democrático se les entrega a los estudiantes el poder de tachar a sus profesores y con ello decidir su permanencia en la institución. Ocurre que por su naturaleza cortoplacista, los jóvenes tienden a evaluar y decidir cosas en función de su placer o comodidad inmediata. Por ejemplo, frente a una encuesta, requiere una enorme madurez de los alumnos señalar su deseo de estar en manos de profesores exigentes y estrictos, convencidos de que con ellos van a aprender más y formarse mejor. Lo usual es que prefieran profesores más populares, menos exigentes, que les permita pasar los cursos sin demasiadas exigencias.
Este efecto nocivo para la alta exigencia académica es el que está afectando actualmente a las universidades norteamericanas, como resultado de haberles entregado a los estudiantes la capacidad de evaluar a sus profesores y como consecuencia de ello decidir su permanencia en su cátedra. Para defenderse, los catedráticos han bajado el nivel de exigencia con lo cual han logrado recibir mejores evaluaciones y asegurar su permanencia en el cargo. (Ver reseña de Roger A. Arnold, profesor de Economía de la Universidad Estatal San Marcos de California, en Los Angeles Times, 22/4/2002).
Consideremos los siguientes datos: en 1966 el 22% de las notas de los alumnos de Harvard eran “A”. En el 2003 subió a 46%. En 1968 el 22% de todos los estudiantes de 18 universidades de California obtuvieron “A”, mientras que para el 2002 subió a 47%. En Princeton, en los años 1970’s el 31% obtenía “A” mientras que hoy ha subido al 47%. En las universidades de la Ivy League de Boston, MIT, Stanford así como la U. de Chicago, entre 44 y 55% de todas las notas son “A” así como en la universidad de Duke menos del 10% de todas las notas son “C”, pese a que en 1969 llegaba al 25%. ¿Cómo se explica eso?
Hay quienes dicen que es el resultado de que los estudiantes de hoy son más hábiles, dedicados y se preparan mejor para sus pruebas. Sin embargo, ninguna evidencia ampara esta explicación. La media de las pruebas SAT que en 1967 era 1,059 ha bajado a 1,020 en el 2002, sin considerar además que en el 1995 se corrió la escala en 100 puntos para arriba. Otra teoría habla de que ahora hay mejores profesores, aunque tampoco eso está avalado por los estudios existentes.
Lo que ha ocurrido en realidad es una inflación de notas. Es decir, a igualdad de trabajo este se recompensa con mejores notas. ¿A quién afecta eso? A los alumnos que son verdaderamente excelentes y merecedores de nota A. Si en una clase de 50 alumnos 10 reciben A, quien la obtiene está en el 20% superior. Pero con la inflación de notas resulta que el alumno excelente es tan solo uno de 20 alumnos, es decir está entre el 40% superior. Esta inflación también se refleja en una disminución en los logros de los estudiantes. Cuando casi la mitad de los alumnos sacan A, es evidente que el nivel grupal baja y las notas dejan de jerarquizar adecuadamente a los alumnos según sus méritos.
El verdadero culpable de esta inflación de notas es el sistema de evaluación de profesores por parte de los estudiantes, con la consecuente influencia que esto tiene en la estabilidad laboral de los catedráticos que quedan atrapados en esta trampa. Además, estamos frente al absurdo de que aún en el supuesto que alguno de los profesores quisiera apartarse de esta inflación y ser mar riguroso, perjudicaría a sus alumnos frente a otros que seguirían siendo evaluados mediante el sistema de “regalo de notas”. El resultado práctico es que la mayoría de profesores ponen notas A por trabajos que merecen notas C, con lo que están estafando a los mejores alumnos.
Para salirse de este círculo vicioso pernicioso la Universidad de Princeton ha propuesto limitar el número de alumnos que pueden alcanzar una nota A al 35%, lo que obligará a los catedráticos a ser más rigurosos en la colocación de sus notas. Otra fórmula podría ser limitar el peso de la evaluación de los alumnos y otorgarles mayor peso a los graduados, que tienen mayores perspectivas para evaluar el impacto que ha tenido cada catedrático en su formación superior. Pero dejar las cosas como están, sin duda constituirá una trampa perversa que seguirá bajando el nivel de estudios de los estudiantes.