El reconocido escritor israelí Amos Oz, al recibir en Alemania el premio Goethe a la literatura, recordó que en su infancia había jurado nunca pisar suelo alemán ni comprar producto alemán alguno, como reacción al horror que le causó el nazismo. Oz comentó que a lo único que no renunció fue a leer literatura alemana; al principio, sólo la de autores de preguerra y de críticos al nazismo; más adelante, la de novelistas y poetas alemanes de posguerra. «Me permitían imaginarme en su lugar», fue su explicación. Después de leer a esos autores y otros, «ya no pude limitarme a seguir odiando todo lo alemán del pasado, presente y futuro», concluyó Oz.
Su discurso me suscitó asociaciones con diversos conflictos sociales de origen ético que agobian a nuestra nación peruana, fragmentada e incomunicada. Conflictos basados en nuestro racismo, egoísmo, tendencias a la exclusión y especialmente en nuestra incapacidad de reconocernos como diferentes, pero comunicarnos como iguales, lo que nos dificulta articularnos como una nación que imagina un destino común y lucha por alcanzarlo. Los peruanos hacemos muy poco este ejercicio de imaginarnos en el lugar del otro, o simplemente imaginar al otro. Es decir, que el rico poseedor de tantos bienes imagine al pobre desposeído y mísero por falta de oportunidades, y que éste imagine a quien se enriqueció dignamente aprovechando las oportunidades a su alcance. Que el campesino imagine al empresario minero que invierte y arriesga su capital y que éste imagine a los comuneros de su vecindad preocupados por el hambre, el agua y la contaminación. Que el funcionario público imagine el agobio y los pesares del ciudadano común que pide ser atendido y que éste imagine a los burócratas apremiados por falta de tiempo, exceso de trabajo y desalentadora remuneración. Y así… que todos los peruanos nos imaginemos unos a otros.
Las personas que a diario mueren, alejándose de nosotros, atestiguan que no se pueden llevar al más allá ni un gramo del poder o dinero acumulados. Sólo pueden llevarse consigo las huellas de generosidad que hayan grabado en su alma y el patrimonio de un nombre digno, honorable y querido que conmoverá a quienes se refieran a él. Imaginar qué legado esperamos dejarle a nuestros herederos y conocidos cuando nuestro cuerpo sea polvo quizá nos inspire a ser más sensibles y solidarios hoy con nuestro prójimo más sufrido.