Las declaraciones del ministro de Educación, Nicolás Lynch, dando por concluida la experiencia del bachillerato han motivado reacciones a favor y en contra, entre estas últimas las de diversas personas que sienten que verían afectadas sus ocupaciones como consultores, funcionarios o profesores.
El ministro ha hecho bien en tranquilizarlos al anunciar que serían recogidos los aportes y aprendizajes rescatables del bachillerato, así como su personal capacitado y experimentado para integrarlos a la secundaria, que es donde siempre debió estar ubicado este experimento.
A pesar de que ya todos los argumentos técnicos han sido expuestos, pienso que hay un par de dimensiones que merecen revisarse. Por un lado, el argumento de quienes sostienen que «el hecho de haber sido una experiencia fujimorista no debe anular sus aportes». Según este, daría la impresión que este bachillerato realmente produjo importantes avances, casi mágicos, y que de la noche a la mañana el pésimo nivel educativo de los peruanos se transformó gracias a la brillante idea de un grupo de funcionarios instalados en el Ministerio de Educación. Todos sabemos que no hay tal cosa y el artículo de Idel Vexler (30.9.2001) lo sustenta muy bien. Los egresados de la secundaria y del bachillerato siguen con las mismas carencias educativas de hace décadas. El hecho de que gracias a este proyecto se haya multiplicado varias veces la inversión por alumno respecto a lo que se invierte habitualmente en la secundaria tradicional no necesariamente significa que los alumnos hayan mejorado por la buena idea del bachillerato, sino más bien por el largamente documentado impacto que tiene en el mejor desempeño de los alumnos una mayor inversión en libros, materiales didácticos, laboratorios y capacitación de docentes.
Pero hay una dimensión adicional, que va más allá de lo meramente técnico. Aun aceptando que hubo en el Ministerio de Educación gente inocente bien intencionada, la conducción política del sector estuvo al servicio de la dictadura y la corrupción, facilitó la manipulación de conciencias a partir del uso político de alimentos, medicinas y esterilizaciones, premeditadamente modificó estadísticas escolares y ocultó información internacional sobre el pésimo desempeño comparativo de nuestros alumnos, maltrató físicamente a funcionarios disidentes del sector, etc. Por lo tanto, pedir que se rescate el proyecto que nació manchado de sangre e indignidad, o aspirar a que sus evaluaciones respecto al bachillerato se tomen con seriedad, no tiene el debido soporte ético. La salud democrática de los profesores y alumnos peruanos requiere una reivindicación, por lo que cancelar este bachillerato, que fue el símbolo de la manipulación política, tiene un enorme valor ético. En nombre del bachillerato se le hizo mucho daño al Perú. Fue un invento de la dictadura para perpetuarse, para desviar la atención popular de los problemas reales de la educación, fue una cortina de humo para publicitar la ilusión de que con Fujimori «la educación peruana será la mejor de América Latina». Ese es el tema. El bachillerato es un trofeo de la dictadura. Esa es la razón por la que, más allá de algunos aprendizajes que haya producido la experiencia de los bien intencionados, debe ser anulado y aquellos aportes pedagógicos que resulten relevantes incorporados con otro espíritu a nuestra deteriorada educación secundaria.
Sin embargo, nada de esto debe ocultar el hecho de que el problema decisivo de la escuela peruana no está en la alta secundaria, sino en lo que ocurre antes de iniciar la primaria.
La mayoría de los niños inician con tantas desventajas su escolaridad que luego tienen escasas posibilidades de sacarle provecho.