Una de las razones por las que la educación peruana anda tan mal y sin perspectivas de mejora a la vista, es que no aprendemos de la medicina. Si una persona tiene un tumor maligno con cáncer y no se lo hace extirpar, este se expandirá hasta producir la muerte del enfermo. Esta alusión a la enfermedad pretende decir que la sociedad peruana, cuya educación está enferma, prefiere la agonía terminal de su educación porque aún no tolera el desastroso diagnóstico ni la idea de la cirugía radical. Todavía vive con la ilusión de las soluciones mágicas no traumáticas que pueden revertir sin dolor lo malo para convertirlo en bueno. No entiende que hay planteamientos imposibles de satisfacer en un país del tercer mundo y sus líderes, en lugar de decir estas cosas sinceramente, lo que hacen es mostrarse complacientes y presentar las alternativas de acción como si fueran simultáneamente posibles, cuando muchas veces son excluyentes. Veamos algunas de ellas.
Dada una cantidad limitada de dinero, siendo evidente que resulta imposible la educación estatal gratuita de calidad con equidad para todos los peruanos, los decidores deberían escoger entre acentuar la cantidad de alumnos atendidos o la calidad del servicio ofrecido. Así mismo elegir entre la estabilidad laboral magisterial perpetua (que protege al maestro displicente e ineficaz) o la superación docente continua y con incrementos remunerativos meritocráticos (que protege y premia al buen maestro); entre la inversión estatal adicional en la infancia o la que se hace en educación superior; entre el centralismo normativo o la autonomía escolar; entre los derechos del profesor deficiente o el bienestar del alumno afectado por un mal profesor; entre el avance apresurado de los programas escolares por parte de los profesores presionados por acabarlo o el entendimiento de los contenidos del programa por parte de los alumnos. Muchos peruanos prefieren la ilusión de pensar que es posible lograr todos los beneficios sin afectarse con los perjuicios y sacrificios requeridos, por eso es que todo el tiempo acumulamos fracasos.
La nueva “Ley de Educación” del 28/7/2003 está contaminada por la misma enfermedad de querer todo sin sacrificar nada, y a suponer que se cuenta con un presupuesto infinito en el que todos sus componentes pueden aumentar sin que ninguno disminuya. Por ejemplo, frente al presupuesto educacional finito que actualmente atiende parcial y deficientemente a niños de 5 a 18 años de inicial, primaria y secundaria estatal, invirtiendo 220 dólares anuales por niño, y que además financia buena parte de la educación superior, la nueva ley propone extender la gratuidad al resto de los niños de 0 a 5 años y a la vez prohibir los cobros a la educación superior hasta completar el primer título universitario. Es decir, que los 2.5 millones de contribuyentes mantengan a unos 12 millones de usuarios de la educación pública gratuita, con lo que bajaría la inversión por alumno a menos de 150 dólares anuales, que es 1/30 de lo que gastan los países desarrollados. No hay forma que esa estrategia mejore la calidad.
Otro ejemplo. Tenemos muchos profesores que egresan de los institutos y facultades de educación sin dominar la disciplina que van a enseñar. También tenemos en los colegios severos problemas de gestión y falta de atención psicológica de alumnos con problemas emocionales, sociales y de aprendizaje. A la vez, tenemos decenas de miles de profesionales desempleados de la administración y la psicología, y otros graduados en historia, lingüística, matemáticas, ciencia, informática, tecnología, idiomas, que podrían incorporarse a la carrera docente. Sin embargo, la legislación vigente se los impide y el colegio de profesores de reciente creación le ha puesto un candado al ejercicio docente de cualquier profesional que no tenga título pedagógico o licenciatura en educación, desperdiciando así valiosos recursos humanos existentes en el Perú.
Sin duda el gobierno debería plantear una reforma de la gestión y financiamiento de la educación, incluyendo una nueva carrera docente con incentivos para el desarrollo profesional, creando las condiciones para relanzar la educación peruana. Sin embargo, me temo que eso no ocurrirá por muchos años. Ocurre que las reformas se conciben con la ansiedad de lograr resultados inmediatos, efectistas, lo que impide que reformen nada sustancial ya que eso requiere del tiempo que usualmente un gobierno no tiene.
Este tema lo estudió Lewis Solmon, ex decano de la Escuela de Educación de la Universidad de California (UCLA), identificando varios “rezagos” o tiempos de espera parciales que se van acumulando hasta poder evaluar la efectividad de una reforma educativa: la selección de la reforma a aplicar, el tiempo legislativo y normativo, el rezago judicial, el tiempo de implementación, el tiempo para el aprendizaje de los actores, el rezago de impacto, el tiempo para la medición y luego la entrega de resultados, el rezago de la interpretación y el rezago de metodología. (revista virtual Education Week, 10/12/2003).
Debido a que las reformas educativas generalmente nacen de una iniciativa legal que a su vez deriva de las conclusiones de las investigaciones hechas sobre situaciones previas, hay un tiempo de espera requerido para la selección de la política que se requiere introducir. Esta propuesta tiene que ser sometida a la comisión de educación del Congreso, que debe debatirla para luego pasarla al pleno, lo que requiere un tiempo de espera para el proceso legislativo. Una vez promulgada, se requiere un tiempo para redactar los reglamento. Si la ley requiere financiamiento, requiere de un tiempo de espera para recibir el respaldo financiero que generalmente está a cargo de la comisión de economía o presupuesto, que es diferente a aquella en la que se originó el proyecto de ley.
La mayoría de las reformas educativas son controvertidas y chocan contra algún grupo de interés, que muchas veces procura anular la reforma. Esto implica que se requiere un tiempo de espera para litigar, durante el cual nadie empieza a aplicar la reforma porque podría ser anulada. Después, habrá un tiempo de espera para la implementación para lo cual tienen que adaptarse los órganos intermedios y los propios colegios. Al mismo tiempo, hay un tiempo de espera consumido por los educadores que se resisten a los cambios y que tratan de continuar haciendo las cosas como de costumbre, sin cambio alguno. Una vez que se inicia la implementación, los profesores deben aprender cómo desempeñarse a la luz de la reforma, lo que consume un tiempo para el aprendizaje.
Después de un tiempo en que la reforma ha sido puesta en marcha, se requiere esperar un tiempo hasta que surta efecto. Se requerirá cuando menos un año para que las nuevas mediciones en las pruebas estandarizadas arrojen un resultado comparable. A esto se agrega el tiempo de espera para obtener las mediciones, la interpretación y discusión de los resultados obtenidos. Si no hay datos comparables, tendrá que consumirse otro tiempo de espera para superar los problemas metodológicos. Para ese momento, el gobierno, ministro, congresistas, superintendentes y autoridades intermedias habrán cambiado, alterando todo el encuadre de la reforma. Después de todo ¿a quién le importa si la política o reforma anterior funcionó? Las nuevas autoridades quieren probar sus propias ideas.
Entender el tema de los “rezagos” o tiempos de espera permite aprender varias cosas. Primero, los decidores no deberían demandar demasiado pronto pruebas definitivas de la efectividad de una reforma. Hay una demora entre el momento que una buena idea es concebida y el tiempo requerido para evidenciar su efectividad más allá de toda duda razonable. Segundo, la evaluación de la reforma basada en el mejor rendimiento en pruebas deben iniciarse pronto, pero la evidencia resultante debería ser sopesada basándose en la información disponible, la metodología usada y el tiempo que la reforma estuvo operando. Tercero, hay que buscar resultados intermedios que permitan predecir razonablemente lo que sería la conclusión final. Finalmente, debemos reconocer que la proliferación de metodologías sofisticadas y datos a los que se aplicarán, junto con esta estructura de tiempos de espera, pueden permitir a evaluadores hábiles y bien intencionados llegar a conclusiones totalmente diferentes. A veces esas interpretaciones derivan de prejuicios. Por eso se requiere más de una aplicación y evaluación de la reforma para llegar a un juicio definitivo sobre su efectividad.
Los países que son conscientes del tiempo de espera que hay entre una buena idea reformista y la corroboración de sus efectos así como la necesaria continuidad en el tiempo de una reforma para ser efectiva, suelen apelar a acuerdos políticos de largo plazo de modo que no se empiece de nuevo cada vez que cambia un gobierno. Esa lección el Perú jamás aprendió. Mientras no ocurra, seguiremos siendo testigos de la agonía de la educación peruana. Yo seguiré escribiendo más o menos lo mismo y mis detractores por supuesto dirán que soy pesimista o apocalíptico, aunque sin poder ofrecer indicadores que ilustren la mejoría de la educación. Mientras el pueblo peruano no asimile que no hay reforma sin dolor y que los largos tiempos de espera para ver resultados positivos demandan del soporte de un pacto social de largo plazo, seguiremos dando vuelta en trompo como ocurre desde hacia varias décadas.