Correo 29 07 2022 (breve)

En reciente entrevista con un estudiante de periodismo sobre mi trayectoria profesional, me hizo una pregunta cuya respuesta pareció sorprenderle. Acostumbrado a escuchar de sus entrevistados que pese a todos los males hay que ser optimistas porque saldremos adelante, yo le dije que me sentía pesimista. No veía esa luz al final del túnel y temía por la calidad de vida que tendrán que encarar nuestros hijos y nietos, más aún si se quedan en el Perú.

Si la mente humana funcionara como una computadora inteligente que recolecta datos y analiza tendencias desapasionadamente, mucha más gente se iría lo antes posible del Perú o incluso de este mundo. No me refiero solo al temor que suscitan los datos mundiales sobre las proximidades de las calamidades producto del cambio climático y las guerras con armas nucleares, sino a la paulatina extinción de las clases medias, el debilitamiento de las democracias producto de los extremismos y fanatismos de izquierda o derecha, el dominio de las fake news que dificultan saber qué y a quién creer, y la creciente pérdida de privacidad que implica la omnipresente videovigilancia y el hackeo digital de las personas bajo el control gubernamental como en China y Rusia.

Agreguemos el caso peruano, en el que existe un círculo vicioso de corrupción y traición necesario para llegar al poder y estando allí para protegerse y beneficiarse, sumado a la escasa confiabilidad del sistema de justicia y la creciente inseguridad social, todo lo cual tiene como respuesta ciudadana “sálvese quien pueda”, “el acceso al poder es para repartirse el botín” y “la corrupción dejó de ser un tema ético para convertirse en un impuesto para conseguir lo que quieres”. Anarquía a la vista.

En política no hay milagros y como lo vemos en las sucesivas elecciones de gobernantes y congresistas, vivimos en una espiral de deterioro creciente. No dejo de preguntarme si es posible revertir eso antes de una explosión social altamente destructiva.

La historia enseña que en ocasiones eso es posible si es que aparecen personajes o grupos providenciales que irrumpen en la escena política en un contexto turbulento para desviar el rumbo de lo que parecía inexorable. Pero eso significa que se necesita una masa crítica de líderes y ciudadanos cuya militancia y sinergias produzcan esa disrupción. La única forma que se me ocurre que pueda surgir es a través de una poderosa alianza de las “fuerzas de la decencia” combinada con estrategias educativas cuyo propósito sea producir agentes de cambio.

La pregunta es cuánto de esto está ocurriendo, entre los potenciales líderes del cambio y entre los gestores de la educación, o hasta qué punto también ellos han sucumbido a la tendencia de “dejar todo como está, no te metas, acomódate con el sistema” que están en la médula de la actitud ciudadana pasiva y en la educación básica y superior tradicional.

En el pequeño espacio de interacciones en el que me encuentro somos varios que nos confrontamos con el sistema decadente, pero es largamente insuficiente. Se necesitan muchas más iniciativas para producir cambios que abran las ventanas al optimismo respecto al futuro del Perú. Cada peruano debiera preguntarse si es uno más de los complacientes resignados, un potencial migrante, o si está dispuesto a convertirse en un agente del cambio. Qué mejor que el 28 de julio para buscar una respuesta hablando con el espejo.

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