En mi reciente viaje a Israel he constatado una vez más algo que ocurre en el Perú y en casi todos los países del mundo que he visitado en el último tiempo. Buena parte del alumnado preferiría no ir al colegio y buscan todo tipo de pretextos o evasivas para no asistir. O, ante la obligación de asistir, cumplen con la formalidad de estar en las clases, pero tienen su mente y emociones en otros planetas.

Esto se ha agravado en los dos años de pandemia donde el nivel de estrés, agotamiento, aburrimiento por las clases no presenciales ha incrementado la resistencia por conectarse a las clases, o, una vez conectados, a tener prendidas las cámaras y mantenerse concentrados en sus clases. Aquellos que no tienen Internet o la tienen con una señal débil y entrecortada lo viven con mayor dramatismo aún. Peor aún los que no tienen conexión digital alguna y deben resignarse a la radio, TV o comunicaciones por celular.

Inclusive en aquellos lugares en los que ha habido retorno a algún tipo de presencialidad, muchos alumnos no tienen la fuerza o voluntad para readaptarse a la vida presencial con todas las restricciones que establecen los protocolos de bioseguridad y las frecuentes discontinuidades y temores a los contagios del covid.

Sin duda la naturaleza del colegio, en la medida que evidencia capacidad de comprender, acoger y vincularse con sus alumnos reconociendo las limitaciones del contexto, disminuye estas resistencias. Lamentablemente no es el caso más frecuente, entre otras razones por la rigidez de las políticas que emanan de los ministerios que desde sus abundantes burocracias producen normas que asfixian a maestros y alumnos.

Tenemos entonces un serio problema que el bienio de pandemia no ha creado sino que ha hecho más visible y dramático. La escuela de hoy no calza con los alumnos de hoy. En lugar de ser un espacio de estimulación y crecimiento pleno, de disfrute por aprender y socializar, se ha convertido en un castigo, un impuesto de once años que los niños deben pagar para llegar a la adultez y resolver entonces cómo quieren encaminar su vida.

¿Por qué ocurre esto?

Los que son padres o abuelos suelen repetir de una u otra forma “los niños de hoy nacen con la electrónica en la sangre, superan largamente a sus padres y abuelos en el dominio de los códigos de comunicación de la era actual. Aprenden de otra manera, se comunican y socializan con otros códigos, se interesan por otras cosas, juegan de otra manera especialmente conectados a las pantallas, se informan por otros medios, tienen niveles de atención, concentración y tolerancia a la frustración mucho más cortos que los de los adultos, etc. Los educadores más longevos sienten que el cambio generacional que tomaba 15 a 20 años ocurre ahora cada 2 o 3 años lo que requeriría actualizar el diseño escolar cada 2 o 3 años, como ocurre con todas las empresas y organizaciones privadas que quieren mantenerse vigentes en el mercado. (Que es algo que no ocurre en los servicios públicos por lo que los estados son tan ineficientes e ineficaces para atender las necesidades crecientes y cambiantes de la población)

El problema es que el diseño de la escuela la hacen los adultos “haciendo de cuenta” que entienden a los niños y jóvenes y que saben qué retos proponerles desde el currículo y normatividad de la vida escolar. Sin embargo, la realidad es que no saben, y que la escuela siempre está una generación adulta de 20 o más años atrasada respecto a lo que necesitarían los estudiantes de estos tiempos para encontrarle sentido a la vida escolar. Esa falencia llega a extremarse en los países latinoamericanos y EE.UU. que no logran desengancharse de las fórmulas escolares de 50 años atrás.

Es evidente que los ministerios de educación que pretenden regir uniformemente la vida escolar de 100 mil instituciones distintas son incapaces de regenerar continuamente sus propuestas y normas para “estar al día” y empatar con lo que requieren los alumnos en función de los cambiantes contextos tecnológicos, culturales y sociales de sus tiempos. Este desfase se reduciría notablemente si los ministerios delegaran a los colegios un alto nivel de autonomía y respeto al criterio de sus equipos docentes para actualizar continuamente sus propuestas y ensayar fórmulas más motivantes y desafiantes para los alumnos de cada época. Tendrían más reflejos para actualizar sus propuestas ante los retos y oportunidades de cada momento. Si hubiera habido esa visión, los resultados del trabajo escolar en la era de la pandemia hubieran sido muy superiores a los que constatamos hoy en día, tanto en los aprendizajes como en la salud mental de los alumnos.

En suma, el problema no es la “apatía” de los alumnos. El problema está en la dificultad de los adultos, funcionarios del Minedu y congresistas, de imaginar una escuela a tono con los tiempos, y tener la humildad de aceptar que cada institución educativa conoce mejor que el Minedu a sus comunidades educativas y pueden reaccionar de modo más rápido y eficaz ante los retos cambiantes que les toca encarar.

Me encantaría escuchar al ministro de educación postular que su gobierno tendrá la humildad de reconocer las debilidades del ministerio y las fortalezas de las instituciones educativas, por lo que les dará altos niveles de autonomía y flexibilidad para adecuar sus quehaceres a las necesidades de su alumnado considerando cada contexto particular. Con ello, en lugar de estar en la cola el Perú pasaría a estar en la cabeza de los países cuya concepción educativa está a tono con los tiempos, convirtiendo su experiencia en un notable referente regional. Quizá así llegue el día que podamos sentirnos satisfechos y orgullosos de nuestro sistema educativo.

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