Cuando un alumno tiene una opinión distinta a la de los compañeros que previamente han opinado, pueden ocurrir dos cosas. Si está en un ambiente en el que el profesor estimula que se coloquen sobre la mesa las diversas posturas, con mucho respeto a las minoritarias, promoviendo un intercambio de argumentos sin pelear o descalificar, facilita que los alumnos opinen libremente sin inhibirse por una eventual descalificación grupal. Eso favorece el sentido de inclusión, respeto a la diversidad, y finalmente, aprecio por la deliberación democrática.

Ese alumno aprenderá a pensar por sí mismo y a exponer sus ideas, sea que éstas se alineen con la mayoría o que sean únicas o minoritarias. Así educado, será un ciudadano activo, autónomo, consciente de sus aportes como constructor de la democracia.

Pero puede ocurrir otra cosa. Si está en un ambiente en el que el profesor se alinea con la mayoría y tiene una actitud de exclusión del discrepante, o permite el “bullying” de la mayoría contra quien opina en contrario, lo que el alumno aprenderá es a callar sus opiniones, aunque no esté de acuerdo con la mayoría, por temor a la descalificación o denigración de su persona.

O, en cambio, si es alguien fuerte, gritará sus opiniones, tratando de acallar todas las otras “por la fuerza”. En estos casos, lo que se construye es un ambiente de totalitarismo poco democrático, porque alienta a asumir que la idea mayoritaria dominante o la del caudillo agresivo es la única posible y correcta. Eso es lo que usualmente caracteriza a los grupos fanáticos, incapaces de aceptar que hay otras maneras de pensar distintas a las de quien tiene el poder, o al “sentido común” de la mayoría.

Si lo trasladamos al mundo adulto, por ejemplo a los debates electorales o congresales, veremos que es más frecuente la segunda que la primera. Se parece más a una confrontación entre barras bravas que a una mesa de trabajo colaborativa. Eso me lleva a preguntarme nuevamente sobre qué tipo de educación cívica y ética han cultivado los políticos a su paso por los colegios, en los que a la par de los cursos de religión, ética, historia, educación cívica, ha regido una relación autoritaria y de “respuestas únicas correctas” de parte de los docentes en relación a los alumnos.

En los debates electorales de este año no escuché a un solo candidato diciendo del contrincante algo así como “creo que tienes una buena propuesta, me gustaría que construyamos sobre ella”. Tampoco en el congreso he escucha a parlamentario alguno decirle al opositor “gracias por tu aporte, creo que será muy útil” o “me he convencido que tu argumento es más integrador que el mío”… o cualquier otra forma de acogida y reconocimiento al que piensa distinto, como una expresión de convicción democrática que exige procurar sumar más que restar o anular.

Así mismo, si algún congresista dice algo impropio y es invitado a rectificar, rara vez dirá “discúlpeme, cometí un error”. Dirá “si alguien se ha sentido ofendido por lo que dije me disculpo” con lo que coloca el problema en el ofendido y no en el ofensor. Nuevamente, “yo estoy bien y tú estás mal”.

Me pregunto si es posible construir un ambiente democrático a partir de posturas tan dicotómicas: conmigo o contra mí, sin terrenos grises que surjan de la aceptación de aportes diversos. En ambientes dictatoriales sólo hay dos opciones: o eres oficialista o eres opositor y debes ser eliminado. En ambientes democráticas siempre hay más de dos opciones, pero además, hay esfuerzos por incluir los aportes de cada uno para enriquecer la propuesta final.

Si observamos la cultura de los ayayeros tan típica en el Perú, que hace que los gobernantes siempre crean que tienen razón o hacen las cosas bien debido a que solo escuchan a los que piensan del mismo modo, descalificando a quienes piensan distinto, entenderemos mejor cuánto le falta al Perú para ser una nación realmente democrática.

Los países son demasiados complejos como para que sus problemas se puedan resolver a partir de una sola estrategia y un equipo de pares que piensan igual. Por eso, un liderazgo maduro y visionario debiera ser capaz de salir continuamente de su zona de confort para escuchar y acoger las posturas más diversas antes de tomar decisiones.

Esa cultura democrática es la que debiera cultivarse en el Gobierno, Congreso y por supuesto en los colegios y universidades peruanas, que es mucho más relevante que leer algunos conceptos de educación cívica en textos escolares y rendir exámenes de conocimientos con respuestas únicas sobre sus contenidos.

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