Las redes sociales, cuando abordan temas polémicos, inmediatamente polarizan, entre los que están de acuerdo (y suelen ser suscriptores del autor) y los que se oponen (que salvo que sean troles, son los que de modo casual ven un posteo y si no comparten la opinión tienden a descalificar al argumento o autor). Además, salvo que sean seguidores continuos del autor, tienden a juzgar por un breve comentario o un único posteo toda la trayectoria o postura académica o política de una persona. Es como si en las redes sociales no hubiera contexto ni “clase media”, aquella conformada por personas que pueden informarse desde un abanico de posturas para formarse una idea propia, en vez de expresar hepáticamente un acuerdo o desacuerdo inmediato con lo publicado. Por eso es que sirven de poco para informarse de modo ponderado o para que un autor someta al escrutinio de un público diverso sus aportes, opiniones y sugerencias.

Me pregunto por qué es así y nuevamente regreso a la educación polarizante que reciben nuestros alumnos en los colegios en los que se les enseña a que hay una verdad y todo lo demás es errado; lo que dice el libro o profesor es correcto y si el alumno no se ajusta a eso su respuesta no es correcta. ¿Por qué en un examen no pueden haber 2, 3 ó 4 respuestas correctas, dependiendo de cómo el alumno contextualiza y argumenta? Pero claro, eso no es cómodo para los amantes de las rúbricas de respuestas rígidas o para los exámenes en los que las respuestas están predeterminadas y el alumno tiene que marcar una de ellas, sea en físico o online. Es decir, cuando lo que importa es la última línea y no el proceso.

A las redes sociales no les interesa el proceso. Les interesa la última línea. No les interesa que haya 2, 3 ó 4 versiones correctas de las cosas, sino solamente una.

Entiendo que la asociación entre la pedagogía escolar y la actitud en las redes sociales puede parecer un poco simplista, pero es un ejemplo entre muchos otros de cómo paulatinamente nuestras sociedades se van polarizando, o si se quiere, estandarizando, eliminando a todo aquél que tiene pensamiento propio o disruptivo, creando bandos, como cuando los hinchas de la “U” o “Alianza Lima” tienen que juzgar la actuación de un árbitro luego de que su equipo pierde un partido.

Así, constantemente se demanda que cualquier argumento de cualquier tema sea sometido al escrutinio de quienes están a favor o en contra, en lugar de entrelazar las opiniones, rescatar lo valioso de cada una e intentar construir un argumento inclusivo superior.

Educación en democracia y para la democracia supone hacer constantemente este ejercicio de construir juntos a partir de los argumentos diversos, que en vez de ser descalificados si calzan o no con la postura mayoritaria o autorizada por el profesor, debieran ser puestos sobre la mesa con la consigna de procurar crear un argumento que incluya todos los aportes y consideraciones que se derivan de cada postura individual. Eso es trabajar colaborativamente en equipo, de modo inclusivo, teniendo presente el bien común.

La reciente campaña electoral que terminó fracturando nuevamente al país es una evidencia más de que nuestros ciudadanos aún si han llevado decenas de horas de educación cívica han sido educados para polarizar y descalificar, más que para colaborar y construir juntos.

Si queremos un futuro escenario distinto, conciliador, constructor de consensos, colaborativo, que procura el bien común, debemos mirar qué pasa en las escuelas, institutos y universidades. No quedarnos en los indicadores de “logros académicos” de la última línea, sino en el de los procesos pedagógicos a lo largo del camino y preguntarnos cómo es que desde la experiencia escolar es posible cultivar mentes abiertas, receptivas, tolerantes, empáticas, conciliadoras, capaces de encontrarse en algún punto del centro, como ocurre en con las democracias más consolidadas.

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