Hace unos días publiqué la columna ¿Educar ganadores o perdedores?  comentando que uno de los grandes fracasos de la escuela y el currículo tradicional, es su ideología estructuralmente elitista, en el sentido de que le resulta normal que “el tercio superior” logre lo esperado y sea premiado por eso, y que el resto se reparta en el espectro de los fracasados y tengan que vivir bajo la sombra de los primeros. Por más esfuerzos que hagan, los logros de los alumnos se evalúan comparativamente, vía rankings o escala de notas, y no en base a la línea de base de cada uno, considerando sus capacidades reales, intereses, talento, pasión, dedicación y desarrollos personales, que en realidad, son los que definirán su éxito y “valor futuro”.

A propósito de eso, recordé esta columna “ser alguien en la vida” en la que aludí a otra dimensión de esta necesidad que la escuela no encara.

Esta semana, conversando con una jovencita cuya madre estaba haciendo enormes esfuerzos para pagar la matrícula escolar de un pequeño colegio privado, le pregunté si era importante quedarse en ese colegio. Me dijo que se daba cuenta del sacrificio de su mamá y que iba estudiar con ahínco para «ser alguien en la vida» y compensarle luego a su mamá.
Me conmovió mucho su expresión «ser alguien en la vida». No me dijo que quería sacar buenas notas, mantener sus amistades, cultivar su pasión en algún área, que le gustaba el colegio o estudiar…. me dijo que aspiraba a «ser alguien en la vida», casi como si no importara todo lo otro.

De pronto se me vino a la mente toda la historia de exclusiones que ha habido en el Perú por razones étnicas, culturales y socioeconómicas, corporizadas en una niña que sentía que no era nadie, salvo que obtuviera alguna vez un título universitario como mérito para merecer el reconocimiento social. Sentía que tenía que devolver o compensar más adelante a su madre por darle la oportunidad de estudiar. En ningún momento lo sintió como un derecho que no estaba atado a compensación alguna, sino como un beneficio del que solo gozan algunos.

Me preguntaba qué le hacía sentir eso… y más allá de las realidades objetivas de un país como el Perú tan segmentado con un estado tan indiferente a la equidad y el bienestar común, pensé en la escuela, como un espacio que puede aliarse con esta realidad o puede confrontarla, con las principales herramientas que tiene: la acogida y el cultivo de una alta autoestima en los estudiantes que haga que nadie se sienta menos que otros, o mejor aún, que todos sientan que son alguien en la vida, un ser digno que merece el amor y protección de su entorno.

Me preguntaba también cuántos asistentes a la escuela privada de alta paga sienten que no valen nada, porque los molestan, excluyen, o son perdedores en las competencias y rankings de notas. Y son muchos los maltratados en su autoestima que preferirían no ir a la escuela porque la sienten como un espacio hostil, sin acogida, afecto y protección.

¿No es acaso hora de repensar nuestra imagen de escuela, de estudiante, de modelo pedagógico, para colocar como eje del desarrollo de los niños el bienestar, el disfrute escolar y sobre todo la alta autoestima, para que sientan que son alguien único y valioso, capaz de hacer cosas importantes, merecedor del amor de los demás y el derecho a sentirse incluido?

Quién sabe, si todos los niños sintieran así, nuestras próximas generaciones podrían gestar una sociedad más amable, auto-regulada, pacífica, emprendedora y solidaria.

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