Ediciones regionales 21 06 2020

Esta es una frase que ya se ha vuelto irritante por la frecuencia con la que se menciona por parte de los ministros y funcionarios que con ello quieren sacudirse de las trasgresiones propias de su sector, pero que representan el gran sesgo que en su liderazgo colocan a la sanción y la escasa -si alguna- mención al incentivo y reconocimiento a quienes hacen las cosas bien. Es más, cuando frente a la muerte de alguno se alaba a los policías o médicos se hace ante la visible inconsistencia con una realidad que muestra que ni siquiera se les dota de la vestimenta e implementos que garanticen su seguridad o atención médica oportuna. Si ocasionalmente se agradece a los profesores, a la par se les llena de tal cantidad de requerimientos para evidenciar el trabajo que están haciendo, que más parece una expresión de desconfianza y amenaza de sanción que un reconocimiento por el buen trabajo.

También el presidente al dirigirse a la nación culpa a los ciudadanos de la expansión de los contagios por no acatar las (mal concebidas) medidas de aislamiento y los “castiga” condenándolos a un encierro que desde el principio se sabía inviable. La trasgresión producto de la lucha por la vida es convertida en una “indisciplina social” que merece multas, cierre de calles y toques de queda que deben ser reprimidos por policías y militares.

No dejo de preguntarme cómo se instaló en el ADN del ejercicio del poder de los gobernantes y funcionarios peruanos esta asimetría entre el escaso reconocimiento y estímulo por los logros obtenidos, la confianza en los demás, la valoración de la responsabilidad ciudadana, frente a esta frecuente vocación sancionadora que no solo caracteriza el lenguaje oficial sino también se trasluce en los reglamentos (diseñados para asumir que lo que se espera es la trasgresión) y los medios de comunicación (que viven de las noticias sobre trasgresiones y delitos en la esfera gubernamental).

Seguramente hay muchas razones. Yo me quedo con aquello que se instala desde la infancia en la mente de los peruanos como consecuencia de la educación que recibieron en la familia y la escuela, en las que se presta más atención a los errores y trasgresiones de los niños y adolescentes que los hacen merecedores de castigos, que “se les baje puntos”, que se les desaprueba o suspenda, en vez de darle el mayor peso a los logros, los méritos y los aportes al bienestar colectivo.

Este paradigma premio-castigo que premia el buen comportamiento (escasamente reconocido) frente al insatisfactorio, no estandarizado y desafiante que se castiga, construye una relación de dependencia a lo que diga la autoridad a la que hay que agradar para pasarla bien y evitar el castigo. No se trata de entender el sentido de las normas de convivencia sino de evitar la sanción. No se trata de que aprenden por placer, interés, curiosidad, decisión propia sino porque alguien externo lo dispuso así. Esos niños crecen rodeados de mensajes de fracaso y falta de cariño y acogida. En este modelo educativo, el alumno es un potencial culpable de cualquier cosa y el director o profesor el juez que dictamina, premia y castiga.

¿Qué lugar tiene en todo eso la autonomía, la autoregulación, la autodisciplina, las convicciones personales como guía de la conducta adaptativa? Prácticamente ninguna. Entonces, cuando el niño o adolescente crece, o se convierte en un sumiso seguidor de normas (que teme hacer cualquier cosa no normada previamente) o en un trasgresor rebelde que no tolera esta presión asfixiante. Si a este adulto luego le toca ser autoridad, reproducirá el modelo autoritario represivo ante sus dependientes; y si es un ciudadano común, tenderá a sentirse disconforme frente a cualquier cosa que disponga la autoridad y a desacatarla porque no siente ningún compromiso o vínculo afectivo con ella.

Si queremos tener en el futuro una sociedad autoregulada y eficaz, que sea capaz de acatar las normas de convivencia a consciencia porque aspira al bien común, empecemos por crear ese ambiente y modo de relación entre autoridades y estudiantes en la escuela y universidad.

En ese reto, el Minedu puede convertirse en el pivote del cambio social que tanta falta le hace al Perú. Ya está claro que el mensaje sancionador no lleva a nada. Quizá intentar un mensaje de acompañamiento afectivo, de aliento y de convicción de que podemos hacer las cosas bien, marque una ruta distinta y lleve a mejor puerto.

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