Como es de esperarse, mucha gente empieza a preguntarse cómo será el mundo al día siguiente del control de la epidemia del coronavirus, una vez descubierta la medicación o vacuna que permita lidiar con el virus. Y hay un abanico de especulaciones entre los que dicen que todo regresará a la normalidad, como un elástico que se estiró y eliminada la fuerza que lo deformó regresa a su forma original, y aquellos que dicen que el mundo será distinto, en el que no habrá apretones de manos ni besos pero sí un ambiente más empático y solidario. Todas esas teorías tienen mucho de “wishful thinking”, fuertemente impactados por los propios deseos de los autores, pero son valiosas para lo que concierne a esta columna sobre educación.

Veamos uno de esos escenarios posibles para hablar luego de la educación. La economía de muchos países se ha paralizado, y si toma más de un tiempo crítico, no podrá ser reiniciada porque se habrá congelado simultáneamente la oferta y la demanda. Habrá quiebra de empresas, empleados despedidos, agotamiento de ahorros familiares, y enormes problemas de salud mental que dejará el encierro no procesado. Los países europeos habrán retornado a sus fronteras cerradas y controladas, actuando más en función de su bienestar nacional que el transnacional. Las sociedades latinoamericanas habrán vivido la prisión domiciliaria y el ejercicio del poder autoritario de los gobiernos que harán retroceder fuertemente la construcción de una cultura democrática y sobre todo de empoderamiento a los ciudadanos. Esto, debido a que nuevamente el control social se habrá encargado a policías y militares para que inspiren temor a las trasgresiones en vez de crear una cultura de sanidad y autocontrol de los propios ciudadanos, que es la única sostenible en el tiempo.

Se generarán nuevas formas de entretenimiento más virtuales, el trabajo a distancia reemplazará paulatinamente al trabajo en oficina, los deliverys y servicios automáticos reemplazarán la atención al público, los espectáculos deportivos y los hábitos de asistir a restaurantes, cines, teatros y viajar por turismo se verán restringidos por un buen tiempo, todo lo cual implicará una nueva inequidad entre los trabajadores digitales y los manuales o corporales y de servicios presenciales, así como la reducción de empleos que no se recuperarán. La reducción de sueldos que se acuerde durante la crisis no se recuperará “al día siguiente”. El estado benefactor y compensador de carencias tendrá que fortalecerse para sostener a la población sin ingresos ya que de no hacerlo, correrá el peligro de ser desbordado por manifestaciones de descontento complejas de administrar, hermanadas con tentaciones autoritarias y dictatoriales que tampoco se podrán sostener en el mediano plazo.

Este escenario, que es tan posible o imposible como cualquier otro que se le ocurra a cualquier otro analista, en el caso de esta columna pretende servir para compartir la importancia que yo le doy a estudiar el futuro. Los estudiantes de colegios y universidades en América Latina, y por supuesto el Perú, están muy focalizados en estudiar el pasado, lo ya registrado, documentado, publicado, resuelto, muchas veces con casos y escenarios importados o inventados (como los típicos problemas de matemáticas o ciencias que se inventan para que los estudiantes apliquen fórmulas y salgan respuestas exactas). Sobre esa base, están indefensos para hacer el ejercicio de imaginar el futuro y luego organizarse en función de él.

Un ejemplo notable es lo que nos pasa actualmente en el Perú. La educación hacia el pasado recibida a lo largo de las generaciones por los gobernantes y legisladores no les permitió imaginar futuros con crisis como la actual, por lo que el gobierno actúa por intuición, ensayo y error; produce normas a borbotones que dejan desatendidos a muchos; reglamenta sus intenciones de modo confuso y tardío lo que no permite tener claras las respuestas a las preguntas de los aludidos; pretende copiar modelos de atención en salud europeos y asiáticos que viven en contextos sociales, culturales y de servicios totalmente distintos, etc. Sumado a ello, un deseo de mantener la popularidad presidencial como activo para futuros emprendimientos políticos.

Una vez iniciada la crisis, más allá de repetir el cuento de las fases que relatan los epidemiólogos y el de la responsabilidad social de los ciudadanos para hacer caso a las autoridades que lo solicitan -a pesar de que carecen de credibilidad por la larga historia de corrupción e indiferencia hacia las necesidades populares-, se aprecia que no hay plan para el futuro. Se anuncian algunas medidas de corto plazo para la quincena, con cargo a anunciar otras en la siguiente quincena. No se comunica una visión del proceso en su conjunto hasta la normalización final de los diversos sectores involucrados, más allá de la expectativa de “martillar la curva”, dejando en la incertidumbre y desesperanza a todos los ciudadanos.

La educación para estos tiempos debiera tomar como objeto de estudio la vida real, y fomentar las habilidades del pensamiento mirando los escenarios presentes y futuros, habida cuenta la enorme velocidad de cambios que caracteriza nuestro mundo y su impredictibilidad con la que tendrán que vivir los estudiantes por el resto de sus vidas.

Ellos tienen que preguntarse ¿qué escenarios futuros son posibles para un mundo invadido por robots, manipulaciones genéticas discriminatorias y jerarquizadoras, exocerebros que harán las veces de extensiones de nuestra mente y memoria, hípervigilancia digital sin privacidad, chips cerebrales que traducen al instante un idioma a otro entre hablantes y oyentes, escaso empleo mayoritariamente digital, temporal y a distancia, etc.? ¿Qué haría yo (estudiante) en un escenario así? ¿Qué profesión, ocupación o habilidades en general me permitirían tener una vida digna y autónoma en ese escenario? En una competencia de cien personas por un mismo empleo ¿por qué me contratarían a mí? ¿Cuál es mi valor agregado que hace atractivo que me busquen como socio o empleado para una actividad económica o emprendimiento alguno? Si se desatara una guerra regional o mundial, una crisis nuclear, ¿cómo podríamos salvar la vida humana en el planeta? Y quizá lo más importante para la formación ciudadana, si yo fuera funcionario público o actor político, ¿cómo organizaría una sociedad para que tenga bienestar aún sin tener ingresos por falta de empleo o para evitar riesgos catastróficos como los imaginados?

No dejo de preguntarme continuamente de qué le servirá a un alumno haberse vuelto muy ducho en resolver problemas matemáticos o aprender idiomas, que son saberes que vendrán dados en cualquier software conectado al cerebro, comparado con todo el mundo de habilidades para pensar, imaginar escenarios y ubicarse en ellos, hacer preguntas que sirvan de impulso para indagar e investigar, buscar soluciones originales y creativas a los problemas de la vida diaria, y sobre todo cultivar un equilibrio emocional y una resiliencia que le permitan sostenerse frente a circunstancias adversas, manteniendo el optimismo y la vocación para salir adelante.

Los invito a observar una clase en un colegio privado o público común y corriente del país para preguntarse ¿parecería ser ese el perfil del estudiante que egresará de esa institución, o se parece más al de los alumnos que tradicionalmente han egresado de nuestro sistema educativo y configurado la sociedad ineficaz en la que vivimos?

(y a los habituales comentaristas de mis posteos que me preguntan “qué sugiere Ud.”, como si tuviera la obligación de tener una respuesta precisa a cada pregunta para tener el derecho a plantearla, les ruego que relean la columna y deduzcan qué es lo que estoy sugiriendo)

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