En reciente encuentro con colegas que giraba en torno al tema del currículo, plantearon una serie de fórmulas y componentes del currículo que el Perú necesita para mejorar su educación. La discusión incluyó por supuesto los temas curriculares clásicos sobre cuáles y cuántas áreas y competencias incluir, la incorporación de proyectos, el plan de horas, etc.

En ese momento evoqué encuentros similares en los que he participado sobre temas específicos como evaluación, textos escolares, formación y capacitación docente, rol del director, inclusión, cada uno de los cuales se trata como si fuera aislable, como si encontrar la solución ideal para cada tema permitiese resolver las carencias y dificultades que enfrenta la escuela peruana.

En mi intervención planteé que ninguno de esos temas por sí solo aportará a la construcción de una mejor educación si no se tratan en conjunto como partes indisolubles de una visión de escuela, como aquél espacio en el que los alumnos son acogidos, disfrutan, aprenden, cultivan sus capacidades y talentos, encuentran su pasión y se convierten en ciudadanos activos, responsables, democráticos, comprometidos con el bien común y los propósitos de la nación.

La escuela de hoy está enferma y enferma a los estudiantes. Es una fábrica de producción de fracasos y fracasados, que excluye, maltrata, ranquea para dejar fuera de competencia a la mayoría. Es inconsistente con los objetivos que propone la ley de educación y las normas ministeriales -incluyendo el currículo-. Pretende generar igualdad a partir de prácticas pedagógicas que jerarquizan, discriminan y excluyen. Pretende formar ciudadanos pensantes, críticos y autónomos cuando todo viene prefabricado de fuera, los alumnos nunca eligen ni deciden nada, deben someterse a la esclavitud de los desempeños anticipados y evaluaciones descontextualizados donde su pensamiento libre y opiniones no cuentan. Pretende formar personas independientes cuando su éxito depende de que hagan lo que el profesor o el lejano ministerio espera de ellos. Pretende que aprendan a resolver sus conflictos y encarar sus frustraciones cuando todo roce entre ellos es calificado de violencia física, psicológica o bullying y debe ser denunciado en los registros oficiales de incidentes con implicancias judiciales.

En esta escuela los estudiantes no tienen voz ni vida emocional que merezca ser atendida. Son tan solo datos o números sin alma ni personalidad utilizados para todo tipo de evaluaciones y estadísticas que se les ocurre a los economistas que dominan el sector (educonomistas). Por si fuera poco, sus saberes y desempeños se juzgan desde la infancia como se haría con los postulantes a las universidades, asumiendo que eso equivale a los aprendizajes para ser buenos ciudadanos.

En mi opinión, los dos pilares cruciales que debieran atravesar una escuela para que sea relevante y productiva son la autonomía escolar, a cargo de equipos directivos y docentes tratados como profesionales, -que les permite contextualizar su quehacer en función de la población específica a la que atienden-, y el sentido de innovación, -que se constituye un motor de aprendizajes continuos tendientes a mejorar el servicio que ofrecen-. Ambos, bajo el paraguas de un currículo nacional simple, plástico, flexible e integrado a las grandes metas nacionales.

Esto choca con toda la normatividad legal y ministerial vigente, que trata a las escuelas como si fueran sucursales de un modelo escolar que no existe más que en la imaginación de los legisladores y funcionarios ministeriales. Éstos se limitan a constatar sistemáticamente que esto no funciona y a resignarse complacientemente al respecto en privado, aunque públicamente elogien los logros que imaginan que ella produce partiendo de algún ocasional caso de “éxito” o alguna variación en los puntajes de alguna de esas pruebas nacionales o internacionales que diseñan los “educonomistas” para sus fines.

No es un problema de alguna gestión ministerial particular, muchas de las cuales -como la actual- están a cargo de personas competentes y bien intencionadas, porque en el año en promedio que duran hasta que los censuran como presa política de la oposición, es poco lo que pueden hacer. Es un tema de acuerdo nacional para el largo plazo, sin el cual resulta imposible avanzar.

Cada vez que escucho hablar de los héroes peruanos elogiados por nuestros legisladores y autoridades en las efemérides patrióticas, -a las que esta semana incluyen a los jugadores del equipo de fútbol y a los maestros por celebrarse su día-, se menciona el coraje y la valentía para superar adversidades y resistirse al derrotismo del “no se puede”. Hablan de que ponen su ingenio, habilidades y pasión patriótica al servicio del país.

Ante eso me pregunto ¿dónde están esos valores para asumir que el modelo actual de escuela no funciona y que es la hora de la decisión, el coraje, la valentía y la convicción patriótica del Legislativo y Ejecutivo para aceptar que lo que tenemos no funciona y que se requiere una reformulación sustancial de la imagen de escuela que los peruanos necesitan?

Mi deseo por el “Día del Maestro” (y si quieren por el día de la selección peruana de fútbol) es que para la celebración del próximo año se hayan dado pasos gigantes en esa dirección.

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¿Es posible que todos estén de acuerdo en algo polémico o les guste exactamente las mismas cosas? Hasta donde me alcanza la memoria y me dicta el sentido común de un ciudadano demócrata, creo que no, así sea al considerar los matices de cualquier tema. Entonces, la discrepancia es consustancial con cualquier tesis que alguien plantee sobre un tema, más aún si despierta sensibilidades en los aludidos o involucrados.

Siendo así, no me sorprende que cuando planteo alguna tesis, argumento u opinión sobre un tema, como por ejemplo la presencia tóxica de los economistas que imponen sus criterios a decisiones de orden pedagógica en la educación peruana, o la inconveniencia de las evaluaciones censales, o la urgencia del impulso a la innovación educativa en el Perú, o la necesidad de desactivar los factores que causan el estrés escolar, etc. hayan voces que expresen su acuerdo y otras sus desacuerdos. Después de todo, mis columnas y posteos expresan mi opinión, la cual hago pública de buena fe pensando en que pueden provocar la reflexión de otros interesados en los mismos temas. Supongo que es por eso que están suscritos a mi FB o Twitter.

Lo que sí llama la atención, sobre todo si viene de profesionales que se consideran solventes en sus temas, es si sus réplicas van al mensajero y no al mensaje; o sea, cuando las discrepancias se plantean con ofensas o descalificaciones al columnista en vez de expresar las acotaciones o contra-argumentos esgrimibles sobre el tema.

Más allá de la satisfacción de la descarga hepática que eso puede brindarle a quien se siente aludido o confrontado por mis posturas, -que en el caso de educadores o consultores educacionales no habla bien de su calidad como tales porque contradice los mismos fundamentos de la vida democrática en la que sugieren que se eduquen los peruanos-, lo lamentable es que no aportan nada a esclarecer las razones de sus discrepancias.

Creo que le haría bien al clima democrático del Perú aprender a confrontar posturas de modo alturado, lo cual reitero, es una tarea pendiente para una educación peruana cuya visión de escuela está más ligada a la de un espacio dictatorial que al de uno democrático, como he ilustrado por ejemplo en el post anterior sobre «Independizar la escuela de los educonomistas» http://www.trahtemberg.com/articulos/3406-independizar-la-escuela-de-los-educonomistas.html

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