En el Perú 78% de los estudiantes universitarios escogen carreras de Derecho, Contabilidad, Economía, Administración Educación y en general Ciencias Sociales y Humanidades, y tan solo 22% escogen carreras de Ciencias, Medicina, Ingeniería y afines. Exactamente al revés de lo que ocurre en el mundo desarrollado y también cada vez más de lo que demanda el mercado laboral peruano. Una de las razones es que desde tempranas edades escolares los alumnos se sienten «inútiles para las ciencias» porque no disfrutan del aprendizaje de las matemáticas y las ciencias, por lo que al elegir sus carreras profesionales piensan en «cualquier cosa que no tenga ciencias». Con ello el Perú se condena a la dependencia científica y tecnológica extranjera, pero además a la incompetencia de sus ciudadanos para tomar posiciones políticas o sociales en temas que demandan un entendimiento científico básico como los que tienen que ver con una dieta balanceada, los transgénicos, la píldora del día siguiente, el consumo de etanol para combustible, la contaminación ambiental, las manipulaciones genéticas, los medicamentos genéricos, etc.

La pregunta que cae por su peso es ¿se puede cultivar el amor por las ciencias y desarrollar el espíritu de innovación científica en los niños y jóvenes si la enseñanza de ciencias consiste en entrenarlos para pasar pruebas escritas?.

Si a los niños no se les enseña a observar, investigar, explorar y descubrir, sino a aprobar exámenes estandarizados escritos, no se abre el espacio y el tiempo necesario para el trabajo creativo e innovador. Esto es esencial para cultivar las capacidades científicas y el interés por la investigación que se expresará posteriormente en las carreras que elijan para su educación superior.

En una típica clase escolar de ciencias hay unos 30 alumnos de la misma edad que se sientan en un formato cuadriculado rígido de carpetas alineadas, para seguir secuencias de clases de 45 minutos en las que rotan de curso a curso y de profesor a profesor. Así, por 11 años escolares los niños escuchan, apuntan datos, memorizan textos, dan exámenes repitiendo lo anotado en la clase, marcan respuestas en pruebas de selección múltiple o hacen ejercicios que replican los resueltos en clase. Se asume que hay una y solo una manera de llegar a la única respuesta correcta. Quién llega es premiado. Quién se equivoca, es sancionado, matando la esencia de la investigación. Los alumnos son obligados a aprender religiosamente el catecismo de la ciencia y a tener fe en las verdades que transmite el profesor.

Esto contradice la docencia orientada a abrir la mente de los alumnos y permitirles navegar hacia los infinitos horizontes a los que ésta pudiera llegar, para lo cual experimentar, ensayar, especular y cometer errores son aspectos que no deberían ser sancionables durante el aprendizaje.

Pero, una pedagogía así no se condice con la planificación milimétrica exigida actualmente por las autoridades escolares que usualmente pretenden pre establecer con precisión hora por hora qué es lo que los alumnos deberían hacer en clase, de qué modo y con qué resultado, lo que presiona a los profesores a ceñirse al texto más que a los intereses de los alumnos.

Sin libertad para que los profesores de ciencias hagan pensar, curiosear y explorar a los alumnos, no será posible que ellos piensen, investiguen y se enamoren de las ciencias. Eso requiere un sistema de gestión escolar “siglo XXI” orientado a cultivar los intereses y talentos de los alumnos, y alejarse del modelo de gestión «siglo XX» orientado a que los profesores cumplan con enseñar lo que dice el programa aunque ello no encienda el interés ni cultive los talentos de los alumnos.

Ya es hora de tomar en serio la enseñanza de las ciencias.