Amin Maalouf, sociólogo, literato y periodista libanés exilado en Francia escribió un interesante libro “Identidades asesinas” (Alianza Editorial, 2009) en el que trata de explicar las razones por las que los hombres se matan entre si en nombre de una etnia, lengua o religión. Si bien su objetivo es hacer comprender a los occidentales el fanatismo religioso de los radicales islámicos que cometen crímenes en nombre del Islam, su análisis del problema de las identidades maltratadas deja mucho que pensar sobre el caso de los pueblos nativos peruanos. Mencionaré algunas oraciones extraídas de su libro (ligeramente editadas, indicando el número de página)

Cuando alguien ha sufrido vejaciones por su religión, ha sido víctima de humillaciones y burlas por el color de su piel, acento o vestimenta, no lo olvida nunca (36). Eso le deja la personalidad magullada y su identidad amenazada. Desarrollan la sensación de que viven en un mundo que obliga a obedecer normas dictadas por los otros, en el que ellos tienen algo de huérfanos, extranjeros, intrusos y parias.

Cuando una sociedad ve en la modernidad “la mano del extranjero” tiende a rechazarla y a protegerse de ella (157). Es necesario que en la civilización global todos puedan reconocerse e identificarse un poco con ella, y que nadie se vea inducido a pensar que le es irremediablemente ajena y, por lo tanto, hostil. Tiene que haber una reciprocidad por la cual cada uno adopta elementos de las culturas más fuertes, pero también poder reconocer que ciertos elementos de su cultura aparecen en la cultura universal. (158)

En el seno de cada comunidad herida, aparecen evidentemente cabecillas. Airados o calculadores, manejan expresiones extremas que son un bálsamo para las heridas. Prometen victoria o venganza, inflaman los ánimos y a veces recurren a métodos extremos (37). La democracia tendrá sentido para ellos solo si reconoce la dignidad de todas las personas independientemente de su importancia numérica.

El reciente caso de Sudáfrica bajo Nelson Mandela fue ejemplar porque no sustituyó el gobierno de los blancos por el de los negros, ni una discriminación por otra, sino que le dio a todos los ciudadanos los mismos derechos políticos y posibilidad de elegir libremente a sus dirigentes, independientemente de su ascendencia africana, europea, asiática o mixta (203-4)

El éxito de la convivencia pacífica, armoniosa, democrática, depende de que toda persona pueda identificarse, aunque sea un poco, con la sociedad en la que vive. Especialmente en el caso de todas las personas cuya cultura de origen no coincide con la cultura de la sociedad mayoritaria en la que viven, es necesario que puedan asumir, sin demasiados desgarros, esa doble pertenencia, que puedan mantener su apego a su cultura de origen sin sentirse obligados a disimularla como si fuera una enfermedad vergonzante (207). Entender su identidad como una suma de diversas pertenencias en vez de confundirla con una sola que se erige como la pertenencia suprema e instrumento de exclusión.

Las sociedades deberían asumir las múltiples pertenencias que han forjado su identidad a lo largo de la historia, y que aún siguen configurándola y hacer un esfuerzo para mostrar, a través de símbolos visibles, que asumen su diversidad, de manera que cada ciudadano pueda identificarse con lo que ve a su alrededor, pueda reconocerse en la imagen del país en el que vive y se sienta movido a implicarse en él (208).

Pensar en todo esto podrían ayudar a estudiar mejor el tema de la exclusión, el desarraigo, el dominio de una cultura mayoritaria que impone condiciones y hace sentir oprimida a la otra, y ayudar a entender y prevenir muchos conflictos del estado con los grupos minoritarios de pobladores de pueblos amazónicos e indígenas.

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