Muchas organizaciones demandan de sus trabajadores que utilicen uniformes o un estilo de vestimenta con características determinadas. Así también ocurre con muchos centros educativos, sea por exigencia del ministerio de educación o por decisión institucional propia. Hay quienes sostienen que desde el punto de vista psicológico el uso de uniformes rígidos expresa la expectativa de la organización de que el individuo renuncie a su individualidad y que deje de lado sus propios criterios a favor de los que define la institución. Como dicen Jeffrey Pfeffer y Robert Sutton, una persona que está rodeada por clones similarmente decorados comparten el mensaje no verbal de que “todos somos iguales y hacemos lo que nos dicen que debemos hacer”. (“Hard Facts, Dangerous Half-Truths and Total Nonsense” Harvard Business School, 2006, Pags.61-62).

 

Hay además investigaciones psicológicas en instituciones educativas que enseñan que el uso de los uniformes crea un efecto de halo, es decir, que no produce un cambio en las conductas o actitudes de los estudiantes sino más bien un cambio en la forma como los adultos perciben a los alumnos. Dorothy Behling de la Universidad Bowling Green hizo una investigación mostrando fotografías de personas con diversa ropa ocultando las caras. Concluyó que tanto profesores como alumnos creían que estudiantes uniformados tenían mejores logros y se portaban mejor que quienes no usaban uniformes. (“The halo effect of school uniforms”, American Teacher, Oct. 1996)

 

Las modas mejor vistas por los profesores eran las vestimentas tipo preparatoria, es decir falda o pantalón de vestir para hombres, blusa o camisa de botones y chompa. En cambio, los blue-jeans, especialmente los maltratados, eran las vestimentas peor percibidas por los profesores. Este efecto de halo puede producir una profecía autocumplida, en la medida que autoridades y profesores ajustan sus expectativas disciplinarias y estándares de evaluación académica de modo que reflejen la imagen más positiva que se tiene de los alumnos uniformados. La conducta de los estudiantes, por su parte, puede mejorar como consecuencia de una mejorada autoestima y mayor voluntad de asistir al colegio donde ellos se sienten valorados.

 

Pero en la otra vereda está el razonamiento del reputado psicólogo educacional Alfie Kohn, quien dice que los prejuicios de los profesores deben trabajarse directamente con ellos para que aprendan a confrontarlos. Los uniformes pueden ser una forma de circunvalar, más que resolver, el problema. Un profesor que trata a los alumnos de acuerdo a su vestimenta, es un profesor que llevará a su relación con los alumnos muchos otros prejuicios igualmente irracionales y contraproducentes sobre raza, sexo, nivel socioeconómico, apellido u otros, que no tienen nada que ver con la vestimenta.

 

En lo personal siempre he preferido evitar el uso de uniformes únicos rígidos básicamente por los argumentos sobre el respeto a la diversidad de la población escolar. Una educación que busca que reconocer que todos los niños y jóvenes son diferentes, también tiene que permitirles expresar esas diferencias en sus formas de vestirse. Sobre todo en una sociedad con tanta tradición autoritaria y dictatorial como la peruana, esta flexibilidad juega un rol psicológico liberador adicional.

 

Para justificar los uniformes también se usan criterios económicos ó sociales, al señalar que ello reduce la exigencia en los jóvenes de tener disponible una mayor variedad de prendas de vestir y puede prestarse a competencias por mostrar la ropa de moda en desmedro de los menos pudientes. Sin embargo, estos argumentos me parecen frágiles no solamente porque el tema de los costos podría entenderse también en el modo inverso (aliviar a los padres de la compra anual de uniformes), sino que es parte del reto escolar aprender a aceptar las personas son diferentes y tienen gustos o necesidades diferentes que mostrar a través de sus vestimentas. La experiencia enseña que cuando se uniformiza la vestimenta de los alumnos, las diferencias en capacidades económicas se evidencian por el hecho de que unos tienen útiles de escritorio más finos, o viajan al extranjero, o disponen de chofer para su movilidad, o tienen piscina en su casa, etc. de modo que asumir que la ropa uniforme ocultará las diferencias es poco convincente. Cada alumno, desde muy pequeño, sabe quién es quién.

 

Sin embargo, sí creo valioso que los alumnos aprendan a asumir que hay límites a su libertad. Por eso, la norma que promoví durante mi gestión como director fue un punto medio entre los extremos. Es decir, los alumnos(as) podían usar camisa/blusa o polo de un solo color -sin estampado alguno-, pantalón largo/corto ó falda –igualmente sin estampados ni parches-, zapatos o zapatillas de pie completo, pero podían escoger el material y color de su preferencia para cada prenda. Si bien es una solución más difícil de controlar que la de los extremos, nos parecía que era la más coherente con nuestro modelo educativo.