La educación pública ha llegado a un nivel de deterioro tan grave que parece ser irreversible. Es un sistema que está trabado intrínsecamente, está esposado a leyes y reglamentos que lo hacen inviable, así se invierta más dinero en él. Un sistema educativo que medido con cualquier grupo de indicadores está en la cola del mundo, con pobrísimos desempeños de profesores y alumnos, y con una inoperante gestión ministerial que permite paradojas como aquella de que existen miles de alumnos sin profesores y simultáneamente miles de profesores sin alumnos.

¿Decir que la educación peruana está colapsada es ser pesimista? No. Es ser realista, como consecuencia de que estoy relativamente bien informado de las limitaciones y posibilidades del actual sistema educativo, tal como está diseñado y normado.

A pesar de las limitaciones de los argumentos cuantitativos, dadas las limitaciones de espacio y la necesidad de aportar aunque sea algunos elementos esclarecedores de la magnitud del problema los utilizaré para esta columna de opinión.

En el año1960 un profesor ganaba 1,000 dólares. Era un profesional de clase media. Si estaba casado con una profesora u otra profesional podía tener un ingreso familiar de 2,000 dólares. Eso le daba acceso a periódicos, revistas, libros, viajes para conocer mundo, automóvil, vivienda propia, etc. Tenía tiempo para dedicarse exclusivamente a la docencia, preparar clases, corregir tareas, asistir a cursos de capacitación.

En los siguientes 40 años, como consecuencia de la masificación desfinanciada de la educación pública gratuita en todos sus niveles, el sistema se ha llenado de alumnos y profesores pero a costa de diluir cada vez más los escasos recursos asignados al sector, por lo que la inversión per cápita por alumno o por profesor se han reducido a cifras minúsculas.

En el año 2004 un profesor gana 220 dólares. Es un profesional pobre. Si está casado con una maestra ambos conforman un hogar pobre. Si su sueldo es su único ingreso estará en la pobreza crítica, sin acceso a una alimentación completa, periódicos, libros, vivienda, etc. sin tiempo para dedicarse al colegio, a preparar clases o revisar tareas, muy tentado siempre a conseguir un ingreso adicional por vías lícitas y en algunos casos inclusive por vías ilícitas (vender notas, exámenes, dar clases particulares a sus propios alumnos para aprobarlos, etc)

Por si fuera poco, los grupos sectarios y retrógrados que han tenido éxito en capturar los cargos directivos del Sutep desde su fundación, han aprovechado las debilidades de los sucesivos gobiernos para obtener “conquistas” como la estabilidad laboral magisterial perpetua y la homogenización salarial sin que medie evaluación alguna y mucho menos demostración de méritos, que han dado lugar a una Ley del Magisterio que impone candados a cualquier intento de flexibilizar la gestión educativa.

Eso significa que los buenos profesores no pueden ser incentivados por su buen desempeño para que ganen más y se dediquen más a su trabajo, y que los malos profesores no pueden ser retirados para dejar su lugar a postulantes que renueven el recurso humano docente. Eso significa también que los 100,000 profesores titulados que están a la espera de conseguir un contrato y los 130,000 estudiantes de pedagogía actuales que egresarán en los próximos 5 años al mercado laboral docente, conforman una interminable lista de espera de docentes titulados de similar calidad a la de muchos de aquellos que actualmente están en servicio con resultados insatisfactorios. Es decir, de seguir vigente la actual legislación, por los próximos 15 años no habrá cambios en la preparación del recurso humano que trabajará en la escuela pública.

A eso se agrega que el deterioro continuo y acumulativo de la profesión y la remuneración docente en los últimos 40 años, ha hecho que esta profesión pierda prestigio y atractivo entre los postulantes más hábiles y culturalmente más dotados, quedando la docencia como una opción de muy baja preferencia entre ellos, por lo que los institutos pedagógicos y universidades se han llenado de futuros docentes con muy débil capacidad cultural. Esos futuros docentes serán los que tendrán en sus manos a las nuevas generaciones de peruanos que habrán de competir de igual a igual con los jóvenes asiáticos o europeos cuyos profesores cuentan con maestrías obtenidas en universidades del más alto nivel mundial y tienen ingresos que corresponden a la clase media europea.

Lo peor del asunto es que aún si hipotéticamente hoy día se le cuadruplicara el sueldo a los docentes, no mejoraría sustantivamente la calidad de la educación, porque estaría en manos de los mismos docentes aunque con los bolsillos más llenos. Tomaría cuando menos 10 años que los mejores sueldos y condiciones de trabajo vuelvan a prestigiar la carrera docente, se logre seleccionar mejores postulantes y aumentarles las exigencias académicas, producir egresados de institutos y universidades de mayor nivel, esperar a que sean contratados en las escuelas públicas, para que recién entonces empiecen a hacer sentir su influencia renovadora, siempre y cuando para entonces se hayan cambiado las leyes para permitir su ingreso a la carrera docente.

No puedo terminar sin decir que tengo una enorme admiración por tantos profesores y directores de las escuelas públicas gracias a quienes millones de peruanos han dejado de ser analfabetos, y quienes en muchos casos han dejado huellas afectivas muy estimulantes para la superación personal de sus alumnos por el resto de sus vidas. Lamentablemente no son la mayoría, y aún en esos casos las limitaciones objetivas ponen un techo a lo que la vocación y el amor pueden entregarle a sus alumnos.

Sin embargo, el respeto a estos maestros no debe opacar el análisis de la cruda realidad del sector. Me parece inevitable que para no dar vueltas en un círculo vicioso perverso que perpetúa el colapso de la escuela pública, hay que soltar las amarras que la sujetan a las obsoletas concepciones y leyes que imposibilitan desarmar todo este tinglado y abrir nuevas vías para la renovación educativa del país. De lo contrario, no hay nada que hacer.
Por lo tanto, reitero, ¿soy pesimista o soy realista?