El lapsus de Pedro Olaechea diciendo “queda rechazada la cuestión de confianza” en vez de hablar del rechazo a la cuestión previa solicitada por Yesenia Ponce, resulta muy decidora de cómo el tema de la confianza tiene atormentado al vocero de los congresistas. Es muy consciente que las palabras, incluyendo la “confianza”, han perdido su sentido primigenio.

Imaginemos a distintos congresistas diciendo “Estamos revisando con cuidado las propuestas que nos llegan del Ejecutivo para luego emitir nuestros juicios”. Las mismas palabras en boca de: Guido Lombardi, Mauricio Mulder, Mercedes Aráoz, Juan Sheput, Rosa Bartra, ¿suenan igual? Sin duda que no. El sentido de las palabras adquiere forma en función de la identidad de quien las pronuncia y la imagen que cada oyente tiene del personaje que las expresa.

Cuando la percepción negativa o positiva del personaje es muy fuerte, no importa lo que diga, no se registrará como un argumento a considerar sino como otra expresión más de su identidad ya conocida. Eso hace que no tenga sentido leer sus columnas o escuchar sus entrevistas, porque ya no importa. Escriba lo que escriba o diga lo que diga, quedará aceptado o rechazado a priori en función de la postura ya formada sobre el orador.

Eso sintió Salvador del Solar al acudir a la comisión de Constitución al explicar sus argumentos y eso sienten los ministros que son interpelados cuando toman la palabra los congresistas. En nombre de la polarización política se acabó el diálogo, la consideración mutua, la capacidad de escucha, la vida ciudadana.

El problema es que esto no se terminará con el adelanto de las elecciones, porque eso deja todavía un año a los mismos congresistas y miembros del ejecutivo en sus respectivos roles, pero con más sangre en el ojo de quienes resentirán tal adelanto.

Claro que el Ejecutivo también perdió confianza y credibilidad por su incapacidad de gobernar. Lo único que le queda es el slogan del adelanto de las elecciones que todavía lo conecta con la población, aunque éstas son palabras vacías, porque solo evocan en los escuchas la expresión “estamos hartos” y «váyanse todos» con una carga emotiva que nubla cualquier análisis de las consecuencias de conflictividad continua el año siguiente, el debilitamiento económico y la posibilidad de encontrar los resquicios para la vacancia presidencial o las investigaciones que condenen a juicios infinitos a los ministros y otros funcionarios del ejecutivo.

A su vez, con un calendario electoral apretado y pocos partidos políticos organizados y «purificados de corrupción» para competir, las elecciones del 2020 hacen vislumbrar un panorama con similares partidos y congresistas ya conocidos, aunque con otros apellidos. Así mismo, un nuevo presidente que probablemente sería similar a todos los anteriores (quizá algo más radical) que emerge de la misma cultura electoral que sus antecesores.

¿Es lo mejor para el país? Sin duda que no, pero esa es la cultura cívica en la que estamos insertados. Y pensar que todavía hay quienes añoran los cursos de educación cívica e historia de las escuelas de antaño que se suponen que han formado a esos adultos de hoy que en la vida política evidencian un gran desapego por el amor a la patria, la vida democrática y una ignorancia supina de la recurrencia de nuestros males históricos.

Es en momentos como estos en los que se juega el destino de los países. O encuentran la fórmula para que el Ejecutivo y Congreso se entiendan (cosa que hasta las mafias hacen para no matarse entre sí) o tendremos que reescribir la primera estrofa de nuestro himno nacional.

Confiemos en que algún nervio de amor a la patria y valoración del aprendizaje a vivir en democracia permita a los principales actores políticos formular un entendimiento básico para encarar con optimismo el período complejo que se viene.

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