Correo 28 12 2018

Jeff Passan en “The Arm” encuentra que más del 50% de los lanzadores de Grandes Ligas se lastiman durante una temporada y alrededor del 25% han tenido cirugía de Tommy John, nombre del pitcher de los Dodgers, primer operado por el Dr. Frank Jobe en 1974 para reparar o reemplazar el ligamento del codo que conecta la parte superior del brazo de lanzamiento con la parte inferior. Puede requerir de 12 a 18 meses de recuperación.

Resulta llamativo que un estudio sobre lesiones encontró que 56.8% de las 790 cirugías de Tommy John entre 2007 y 2011 se hicieron en adolescentes. Todo ello por jugar demasiado beisbol, demasiado fuerte, demasiado temprano. (Fred Bowen, “Pitching injuries come from too much baseball too son”, KidsPost, 20/04/2016)

El American Sports Medicine Institute encontró que los niños que participan en juegos durante más de ocho meses al año tienen cinco veces más probabilidades que otros lanzadores de necesitar cirugía y 36 veces si lo hacen estando fatigados.

Entonces, ¿qué hacer? Primero, jugar una variedad de deportes y no concentrarse en el beisbol para ser un mejor atleta. Segundo, limitar la cantidad de lanzamientos y entradas que lance durante un juego y durante el año. Finalmente, descansar lo suficiente después de lanzar y nunca lanzar cuando está fatigado.

En el Perú, el deporte prematuro equivalente es el fútbol con los esguinces de rodilla y tobillo, los desgarros y roturas de meniscos, los desgarros y roturas de los ligamentos cruzados de la rodilla (anterior y posterior). ¿Tiene sentido empujar a los niños a dedicarse al fútbol desde la infancia?

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Estrellas del fútbol que se queman a los 13 años Los expertos alertan contra una epidemia que afecta casi a uno de cada tres jóvenes deportistas de élite. «La historia es bien conocida. A los cinco años, un niño empieza a dar sus primeras patadas al balón y a destacar notablemente entre sus compañeros. Las alabanzas llegan pronto a oídos de los padres: “Oye, la pega muy bien. Debería probar en algún equipo”. A los ocho ya juega en el equipo de su barrio. Antes de que cumpla los 10, llega el gran momento: se le selecciona para jugar en la cantera de un club importante de Primera División. Más felicitaciones. Con 12 años es elegido para formar parte de la selección de su región e, incluso, llegan las primeras convocatorias nacionales. Se suceden las llamadas de las agencias de representación, que le ofrecen botas que cuestan 300 euros a cambio tan solo de que se deje guiar. Pero a partir de los 13 el fútbol deja de ser solo un juego. Antes de los 15, las dificultades para compatibilizar el deporte y los estudios son ya evidentes. El joven no duerme, no come y, sobre todo, ya no sonríe cuando juega. Poco a poco desaparece de las alineaciones. Cuando cumple la mayoría de edad, los técnicos le hablan ya de que su evolución no ha sido la esperada y a final de temporada recibe una carta del club: no cuentan con él. La recibe con alivio, porque ya no quiere saber nada del fútbol. Se ha quemado.»

¿Y si el fútbol profesional fuera más educativo para los niños? Miles de chavales imitan en los patios de sus colegios lo que hacen sus ídolos futbolísticos. Pero, ¿hasta qué punto lo que ven nuestros hijos en sus referentes es positivo? Si fuéramos capaces de fomentar un locus de control interno (atribuir lo que nos pasa a variables que podamos controlar), nos irían mejor las cosas, además en todos los sentidos.

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