Correo 21 12 2018

Caminando a tres cuadras del Club Orrantia en San Isidro, escuché una voz chillona por micrófono de una animadora infantil de cumpleaños, que me parecía altísima. Serenazgo me informó que era un cumpleaños con unos 20 niños. Me preguntaba, más allá de los burdos contenidos de las consignas que daba la animadora a los niños y la música usada, ¿qué necesidad hay de usar un micrófono para hablarle a 20 niños? Y si usa micrófono, ¿por qué con un volumen tan alto que afecta la audición de todos los presentes y vecinos?

Usar un micrófono así es como gritarle a un niño para que preste atención. Si la animadora fuera maestra y gritase así en clase, los padres saldrían disparados al colegio a quejarse. Se levanta la voz para imponer la fuerza bruta adulta sobre la sensibilidad de los niños, para asegurar que concentren su atención en quien les grita, por si alguno quiere entretenerse con algo distinto a lo decidido por la animadora.

Puedo imaginarme qué regalos les hacen. Seguramente muñecas estereotipadas con las imágenes de marca registrada de actores del cine infantil, o juegos electrónicos de video que todos los estudiosos han sugerido que no estén al alcance de los niños.

¿No es una fiesta de cumpleaños una oportunidad para los juegos infantiles creativos, la diversión bien pensada, la estimulación de sus relaciones sociales, y dependiendo de la edad, la oportunidad de darles iniciativa para organizar y conducir la actividad, preparar y servir el refrigerio, hablar de sus sentimientos por estar entre amigos, etc.?

Otra vez, esa concepción retrógrada de que solo en la escuela se educa.

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