Escucho a padres y maestros sostener que para ser competitivos los chicos tienen que aprender a competir, por lo que introducen desde la educación inicial o primaria todo tipo de situaciones de competencia, con rankings, orden de mérito y otras formas de diferenciar a “ganadores” de “perdedores”, “mejores” de “peores”, “buenos” de “malos”. Con ello lo que hacen en realidad es socavar la competitividad futura de sus hijos. Me explico.

Si la competitividad es la capacidad de la persona de desplegar sus potencialidades para abrirse paso entre sus pares con los que compite -sea en el deporte, artes, profesiones o en el mercado de bienes y servicios- ¿cómo se logra alcanzar ese óptimo?. Allí es donde se divorcian la competitividad con la competencia introducida desde edades tempranas en niños que aún no tienen la fortaleza para sostenerse con solidez en esa competencia. Es un despropósito hacer competir a un niño convirtiéndolo en un perdedor cuando aún es frágil, no ha constituido una personalidad sólida, está en proceso de construir su tolerancia al fracaso, a reconocer que así como tiene áreas débiles tiene otras fuertes sobre las cuales construirá su éxito y autoimagen de competente. Al hacer competir a los escolares de inicial o primaria entre sí, se cultiva la vanidad de unos pocos ganadores (cosa que les jugará en contra cuando tengan que enfrentar retos mayores en los que no siempre ganarán) y se golpeará la autoestima y seguridad en sí mismo de la mayoría, que serán perdedores. Eso no formará una generación de jóvenes competitivos.

EDUCACIÓN NO ES ECONOMÍA

Esta es una típica distorsión del uso de un concepto de la economía introducido por analogía a la educación, donde los resultados son adversos. En el mundo económico, la competitividad es la capacidad que tiene una empresa o país de obtener rentabilidad en el mercado en relación a sus competidores, dependiendo del valor y cantidad del producto ofrecido, los insumos necesarios para obtenerlo (productividad) y las capacidades de los otros oferentes del mercado con los que se compite. La competencia en cambio, es la disputa entre personas u organizaciones que aspiran a un mismo objetivo y a lograr la superioridad en relación a cierta actividad. En una economía de mercado, las empresas más competitivas ganan mayores porciones del mercado y las que lo son menos los pierden o desaparecen. En educación, esa es una tragedia.
Cuando en el mundo de la educación se asume la competitividad como objetivo de los alumnos que se obtiene haciéndolos competir entre ellos desde edades tempranas, se introducen factores de tensión nocivos a su convivencia. A diferencia de una economía de mercado, una “economía educativa” lejos de darle mayores porciones de atención y privilegios a quién se muestra más fuerte en el espacio educativo, debe hacerlo para quien requiere más atención y tiene más dificultades, porque lo último que se espera es que los débiles sean eliminados del “mercado”. Al contrario, se espera que todos logren los objetivos sin mostrar a unos como superiores de otros. Esto último choca frontalmente con la exigencia de que todos los alumnos alcancen los mismos logros en el mismo tiempo y usando los mismos medios de aprendizaje, el uso de las mismas pruebas para que todos evidencien similares aprendizajes medidos con la misma escala y niveles de exigencia. También, el uso de notas para medir los logros de cada alumno en función a una escala creada por el profesor y que jerarquizará a unos por encima de otros, marcando las diferencias entre ellos. Esa competencia genera pocos ganadores (que alimentan su vanidad y soberbia) y muchos perdedores (que alimentan su cólera, envidia, rivalidad, tensión respecto a los ganadores) lo que contamina el ambiente social escolar de vergüenza, agresividad y violencia, una de cuyas expresiones habituales es el bullying.

COMPETENCIA Y BULLYING

Seguramente muchos padres habrán presenciado la violencia que reina en los partidos de fútbol entre jugadores de colegios que son rivales tradicionales y cómo los jugadores y las barras agreden al rival, además de cómo los ganadores se burlan de los perdedores, los cuales alimentan su sentimiento de cólera y deseos de venganza que explotarán en el siguiente partido. En general, en ambientes de competencia se produce una tensión entre rivales con sentimientos de estrés, vergüenza, temor, cólera, que muchas veces está cargada de deseos de agresión y venganza. Traslademos ahora estos conceptos a un salón de clases, donde los sistemas de exámenes, notas y rankings jerarquizan a los “buenos” por encima de los “malos” alumnos alentando la sensación de superioridad en unos e inferioridad en otros. Los superiores y ganadores se sentirán con derecho a burlarse y maltratar a los inferiores y perdedores. Y éstos, buscarán la ocasión para descargar su ira. Todo eso es caldo de cultivo para el bullying o para los desquites violentos de sus víctimas.

Si el escenario escolar fuera uno en el que se individualiza el trato, se respetan las diferencias y se alienta la convivencia armónica evitando la competencia, especialmente en inicial y primaria, buena parte de los complejos de inferioridad y del bullying se reduciría sustancialmente.

ANÉCDOTA

La histeria de la competitividad infantil llega a tales extremos que por ejemplo una madre, preocupada por los aprendizajes que asegurarán que su hijo tenga las mejores opciones de éxito en la vida, consulta a través del facebook a las otras madres si saben qué debe saber un niño de 4 años para ser exitoso, a lo que otra mamá contesta con una larga lista de logros: contar hasta 100, conocer los planetas, escribir su nombre y apellido, y así sucesivamente. Otras madres publicaron links con listas de lo que a cada edad debe saber; y así sucesivamente. Todas ellas, expresiones de una cultura escolar muy competitiva que desde su vida preescolar convierte a los niños en trofeos académicos.

Excepcionalmente, una de las madres del grupo tomó la iniciativa de publicar su propia lista de lo que un niño de 4 años debería saber, que me pareció tan fascinante por lo que la reseñaré a continuación.

Nuestro hijo debe saber que es amado por completo y sin condiciones, todo el tiempo. Debe saber que está a salvo y qué debe hacer para mantenerse a salvo en público y en compañía de los demás, en las situaciones más diversas. Debe saber que puede confiar en sus instintos sobre la gente y que nunca tiene que hacer algo con lo que no se sienta bien, no importa quién se lo esté pidiendo. El niño debe saber reír, actuar y usar su imaginación. Debe saber que está bien pintar el cielo de naranja y dibujar a los gatos con 6 patas si es que él lo ve así. Debe conocer sus propios intereses y ser alentado a ir en busca de ellos. No debiera exagerarse la presión por que aprenda los números -porque lo aprenderán de modo casual llegado el momento- y asumir que no pasa nada si se le deja sumergirse en juegos con barcos, cohetes, dibujos de dinosaurios o jugar con el barro.

El niño debe saber que el mundo es mágico y que es tan maravilloso pasar el día fuera de la escuela haciendo cadenas de margarita, pasteles de barro y casas de hadas como asistir a la escuela. Pero lo más importante que los padres necesitan saber es que cada niño aprende a caminar, hablar, leer y hacer matemática a su propio ritmo y que apurarlo no tendrá ningún impacto positivo sobre lo bien que caminará, hablará, leerá o hará matemática en el futuro. Ser el niño más listo o realizado en clase nunca ha tenido algo que ver con ser el más feliz. Estamos tan atrapados en el intento de dar a nuestros hijos «ventajas » que los estamos obligando a vivir una vida multitareas estresante como la de los adultos, cuando una de las mayores ventajas que podemos darle a nuestros hijos es una infancia simple y despreocupada.

Es deseable que nuestros hijos estén rodeados de libros, la naturaleza, materiales de arte y tener la libertad para explorarlos. Además, deben tener la libertad de explorar con frijoles secos, amasar el pan, hacer garabatos con pintura, muñecos con plastilina, jugar con grama y barro. Pero sobre todo, nuestros hijos necesitan padres que se sienten y los escuchen, con quienes hacer manualidades, que se tomen el tiempo para leerles cuentos y hasta actuar a veces como tontos con ellos. Ellos tienen derecho a saber que son una prioridad para nosotros y que de verdad amamos estar con ellos (magicalchildhood 31/08/2010).

Ahora regresemos a la pregunta original de la madre: Ud. como padre o madre ¿qué espera que su hijo haya aprendido a los 4 ó 10 años? Quién sabe es hora de cambiar los paradigmas nocivos de la competencia por los del desarrollo sano de nuestros hijos.

(Versión reducida en la web de Padres-Cosas La competencia destruye la competitividad)

En FB https://www.facebook.com/leon.trahtemberg/posts/622747161159156?pnref=story

En FB Colegio Áleph https://www.facebook.com/colegioaleph/posts/1064238346926905

En FB (versión Padres-Cosas) https://www.facebook.com/leon.trahtemberg/posts/656509717782900?pnref=story

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Versión extensa en la web LT http://www.trahtemberg.com/articulos/2560-la-competencia-destruye-la-competitividad-padres-cosas-203.html

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Don’t Compare Yourself to Others Have you ever envied someone else’s success? Do you sometimes wish you had another person’s life? Well, comedian Tom Shillue explains why comparing yourself to other people will put you on the fast track to an unhappy life.

Artículo afin de columnista Sofía Beuchat

Que sus hijos no se conviertan en trofeo: no controlar afán por resultados académicos puede producir adultos inseguros, ansiosos y depresivos.

Por: SOFÍA BEUCHAT El Tiempo, Colombia, 17 de enero de 2016

«En padres narcisos, el hijo pasa a ser un objeto para validarse a sí mismos», manifiesta la psicóloga Daniela Toro.

“Queridos padres: les escribo porque me rindo. Su hijo es mejor que el mío. Ustedes ganan. No jugaré más el juego de la competitividad parental”.

Con estas líneas –publicadas en ‘The Huffington Post’–, Anne Josephson, dueña de una cadena de gimnasios en EE. UU. y bloguera, inicia una carta-desahogo donde describe un fenómeno muy común que toca a los padres cuando los colegios entregan notas y premios: la competencia por tener “el mejor hijo”. El “mejor” así, entre comillas, porque no se trata solo de tener niños sanos, inteligentes, equilibrados, llenos de amigos y con notas sobre el promedio de su curso, sino que lideren en lo académico y ojalá también en lo deportivo. Ser los primeros. Ganar. En definitiva, que aporten un dato concreto que les haga sentir que, como padres, no solo lo han hecho bien: lo han hecho mejor que el resto.

“Ni siquiera nos damos cuenta de cuándo entramos en este juego”, continúa Anne, para luego describir un sinfín de comentarios y situaciones que revelan una competitividad solapada o abierta, que experimentan los padres incluso más allá de la etapa escolar. ¿Ejemplos?: “No puedo creer que mi hijo ya esté leyendo”, dice la mamá de un niño que recién comienza el jardín infantil. Madres de adolescentes preguntándoles a los demás qué puntaje lograron sus hijos en las pruebas de selección universitaria, solo para poder contar lo bien que le fue a su primogénito. Y hasta padres de hijos ya adultos, confundiendo el natural orgullo que puedan sentir por los primeros trabajos de estos con la necesidad de hacerle ver al resto lo “bien ubicados” que quedaron.

Lizzie Brooke, columnista de ‘The Guardian’, advierte que excederse con este tipo de comentarios puede indicar que los padres no se preocupan por sus hijos como los individuos que son, sino como meros representantes de lo que ella llama con ironía “ego parental”.

El conocido educador Jesús Jarque, miembro de la Sociedad Española de Pedagogía, comenta que efectivamente se ha encontrado en su trabajo con padres que sufren del narcisismo parental que describe Brooke. En algunos casos, dice, se trata de padres que incluyen, dentro de su estatus de triunfadores, el hecho de que su hijo también lo sea. Los logros no aparecen en su mente como algo que han conseguido los niños con esfuerzo, sino como uno más de sus éxitos.

“Hay padres que creen que los hijos son simplemente su continuación –dice Jarque–. No consienten que nada hiera su narcisismo: sus hijos deben ser perfectos. En algunas circunstancias, esto es muy peligroso: me he encontrado con padres incapaces de reconocer un problema grave en su hijo porque eso heriría su ego.

A veces, a esta presión se suma el tema ético. “En casos peores, el espíritu competitivo justifica el juego sucio. Los niños son los primeros que aprenden que sus padres mienten, manipulan y presionan al maestro cuando lo importante es ser el primero. Los niños repiten actitudes como mentir, amenazar al profesor o reclamar. Su moral se basa, fundamentalmente, en el criterio de los padres y madres”, advierte Jarque.

Tan convencidos están estos padres de que el éxito lo vale todo que es muy difícil que cambien. De acuerdo con Kate Roberts, psicóloga con doctorado en psicología clínica y columnista de la revista Psychology Today, “está comprobado que los padres capaces de desarrollar hijos sanos tienen altas expectativas con respecto a lo que ellos puedan lograr. Pero esos padres entregan cariño, forjan relaciones nutritivas. Si el hijo se esfuerza y no es exitoso, lo acogen, le dan un buen soporte emocional. El narciso no hace eso. Si el hijo no cumple con las expectativas no le entrega afecto. Es incapaz de establecer un vínculo afectivo”.

Las altas demandas, además, suelen producir círculos viciosos. Según explica Roberts, crecer pensando en qué tan gratificados o decepcionados se puedan sentir los padres genera ansiedad. Si bien algo de ansiedad es buena para avanzar, precisa, cuando es mucha los niños se distraen.

“A veces ocurre también que los padres delegan en los hijos aspectos que ellos no han resuelto; pedirle al otro que tenga una vida que no tuvo”, acota Pamela Soto, terapeuta familiar de la Universidad Diego Portales, de Chile. En este contexto, dice Kate Roberts, lo que consigan los hijos se suma a otros factores que supuestamente miden el éxito, como tener una buena casa, un buen carro, un trabajo de estatus. Y los hijos aprenden que su valor está ahí. Por eso, de adultos, reproducen el modelo.

Bajar la guardia

Con todo, opina Pamela Soto, puede ser injusto apuntar con el dedo a los padres: “Vivimos en una sociedad en que los premios y logros dan valor a las personas. La competitividad es un fenómeno cultural. Es lo que hemos construido. Los padres que están sobreexigiendo no son malas personas, porque los colegios se organizan en torno al rendimiento”.

Convencidos de que los niños deben prepararse para sobrevivir en un mundo competitivo, muchos padres justifican la presión sobre sus hijos. Algo de razón tienen: los especialistas coinciden en que una cuota de competitividad hace bien y actúa como un estímulo de superación. El problema está en el exceso. Como precisa Daniela Toro, terapeuta familiar de la Clínica Las Condes, de Santiago, lo importante es que el afán de logro no invisibilice las vulnerabilidades ni permita que se pierda la capacidad de valorar los procesos, errores y progresos de los hijos.

Los padres que caen en una competitividad malsana pueden reconocerse, según Jesús Jarque, por un puñado de conductas que los delatan. Estos padres son los que imponen una calificación mínima, exigen a sus hijos que sean los primeros de la clase, hacen constantes comparaciones, reclaman por las notas y tienen cierta obsesión por ir de prisa. Que sus hijos sean los primeros en aprender a leer, por ejemplo, puede ser para ellos más importante que el hecho de que aprendan a disfrutar la lectura.

Además, es vital que el hijo sienta que sus éxitos son suyos. Dice sobre esto Francisca Puga, psicóloga con magíster en psicología social comunitaria en el London School of Economics: “Muchas veces los logros son compartidos: hay una inversión de padres e hijos para conseguirlos. Pero la ecuación entre la confianza en las propias capacidades y la seguridad de poder apoyarse en los padres va cambiando con el tiempo. Es esperable que, con la edad, lo primero vaya adquiriendo más protagonismo.

“Una cosa es sentirse orgulloso por los logros de los hijos, pero otra cosa es que yo transfiera ese orgullo hacia mí mismo, como si los logros fueran míos”, comenta Soto.

Según explica la psicóloga, esta falta de diferenciación genera una dependencia hacia los padres; los hijos crecen dependiendo de la valoración de los otros y con dificultad para reconocer sus necesidades, para seguir su propio camino. De adultos, suelen ver las necesidades de los otros y no las suyas, lo que a la larga puede traducirse en depresión, angustia, ansiedad o relaciones culposas. Los padres, por otro lado, suelen sentir frustración.

“Cuando la evaluación que hacen de ti tus padres es siempre comparativa, terminas siendo un adulto inseguro –comenta Daniela Toro– , porque te mides con parámetros que no están puestos en ti mismo. Tienes baja tolerancia a la frustración y pierdes matices: o eres exitoso o eres un fracaso. Actúas de acuerdo con lo que ‘deberías’ ser, y eso trae infelicidad. Rebelarse contra esto, por otro lado, tiene costos: esa decisión suele provocar muchos conflictos familiares”.

Al final, la principal misión de los padres en ese sentido, coinciden los expertos, es facilitar la posibilidad de que los hijos desarrollen su propio plan de vida, con objetivos propios.

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«Los alumnos que no compiten tienen una mejor salud mental” (David Johnson) «Cada vez que dos estudiantes trabajan juntos, la relación cambia: se entienden mejor, se aceptan y se apoyan mutuamente tanto en lo académico como en lo personal. Cuando no compiten, mejora su salud mental; ganan autoestima y mejora su habilidad para lidiar con el estrés. El grado de vinculación emocional entre los estudiantes tiene un profundo efecto en su comportamiento en el aula. Cuanto más positiva es esa relación, menores son las tasas de absentismo y de abandono. El sentimiento de responsabilidad sobre el grupo incentiva las ganas de emprender proyectos de mayor dificultad y mejora la motivación y la persistencia para alcanzar una meta conjunta. El grupo se siente unido frente a ataques externos o críticas y crece el compromiso por el crecimiento personal y académico del resto de miembros del equipo. Los niños que requieren tratamiento psicológico suelen tener menos amigos y sus amistades son menos estables a largo plazo. La esencia de la salud psicológica es la habilidad de construir, mantener y modificar las relaciones con los demás para conseguir determinados objetivos. Los que no son capaces de gestionarlo suelen presentar mayores niveles de ansiedad, depresión, frustración y sentimientos de soledad. Son menos productivos y más inefectivos en combatir la adversidad».

Testing times: children’s education should not be a competition, Stephanie Dowrick, MAY 4, 2018 Falsely “tough» competitiveness between children, adults, nations seems to drive conservative ideology increasingly. And it is profoundly unintelligent. It brings out the best in neither those currently “winning” – but in fear of losing their edge – nor those already “missing out” or regarding themselves as “losers”. By submitting your email you are agreeing to Fairfax Media’s terms and conditions and privacy policy. We learn best when we are most engaged and interested. We do not learn best when we are highly stressed or anxious. How simple is that? Cramming for exams narrows thinking. It does not teach what “thinking” and especially fresh or creative thinking can allow.

Así influye el orden de nacimiento en la personalidad de tus hijos. Así influye el orden de nacimiento en la personalidad de tus hijos. La frase «he criado a mis hijos por igual» no es cierta. Cada niño tiene necesidades diferentes