Desde hace unos años me viene desconcertando el tema de la evaluación de niños de 3 ó 4 años para determinar sus capacidades presentes y predecir las que tendrán o no en el futuro. Una cosa es evaluar a un niño, dentro de las relatividades de lo que la evaluación puntual puede aportar, para ver cómo apuntalarlo en su desarrollo y otra evaluarlo para definir su exclusión. Sin embargo, hay que tener presentes las limitaciones propias de la proporción de niños con NEE por aula que son posibles de atender sin que se afecte el buen trabajo con el conjunto.
Tomando en cuenta a las instituciones que hacen lo posible por no recibir niños con NEE, me surge la pregunta respecto a quién es un buen médico, abogado, arquitecto, o profesor. ¿Aquél que solo quiere ver los casos sencillos y descarta los complejos, o aquél que se aboca a los casos más complejos y los saca adelante? ¿Cuál de esos profesionales puso más recursos profesionales en juego a la hora de trabajar sus casos: el médico que solo cura gripes, el abogado que solo hace contratos estándar, el arquitecto que solo repite modelos ya establecidos en los catálogos, o aquél profesional que es capaz de asumir las situaciones particulares más complicadas y darles solución?

Igualmente importante es para los padres preguntarse, si su hijo no tiene problemas hoy pero podría tenerlos en el futuro, ¿qué esperaría del colegio? ¿Qué se deshaga de su hijo o que se haga cargo de él? Qué colegio está en condiciones de hacerlo, ¿aquél que rechaza a todos los alumnos que no encajan en el estándar o aquel que acoge un alumnado heterogéneo y es capaz de lidiar con esa heterogeneidad?
A propósito de todo esto, me gustaría insertar en esta columna un extracto de una lectura de Richard Gerver “Crear hoy la escuela de mañana” (pag. 24 Ediciones SM) en la que relata que asistió a una clase de un viejo profesor en un aula en China y se quedó asombrado de ver que al empezar la clase le decía a sus alumnos “queridos alumnos, gracias por asistir hoy a mi clase” y luego, al terminar su clase, se despedía agradeciendo de modo individual a sus alumnos por haberle prestado atención.
A Gerver le llamó mucho la atención ver a un profesor que agradecía a sus alumnos por darle la oportunidad de enseñarles de modo que se le acercó a pedirle una explicación por su proceder, ante lo cual el viejo profesor explicó lo siguiente: “Cada día me coloco ante estos jóvenes que me miran con cara de expectación y esperanza que irradia con fuerza en el ambiente viciado de la clase. Al mirarlos pienso en mi interior que en algún pupitre en esta aula podría estar sentada la persona que encuentre la cura para el cáncer, o la solución para la paz mundial, o la creación de la próxima gran sinfonía que conmueva a la humanidad.
Podría ser el futuro médico, enfermero, maestro, medallista olímpico. No lo sé, pero lo que sé es que están ahí y mi trabajo es identificar y nutrir ese talento, no solo para su propio beneficio sino por el posible beneficio de otros. ¿Existe una responsabilidad mayor o mejor que esa? Me considero afortunado, por eso es por lo que les doy las gracias…”
Regresando a nuestro tema de inicio ¿cuántos niños y niñas que podrían formarse para ser personas de bien, capaces de hacer enormes contribuciones a sus familias y a la humanidad toda son despreciados, porque desde los 3 ó 4 años de edad les hacen sentir que no encajan con un estándar arbitrario de excelencia infantil?
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