Me llamó mucho la atención ver la página web del ministro de educación de Costa Rica Leonardo Garnier (http://www.leonardogarnier.com) y la gran cantidad de artículos de orientación pedagógica que publica en el diario La Nación, con fuerte contenido educativo. En su columna del 17/8/2008 titulada “La familia: dar algo más que vida” relata una conferencia del pediatra Dr. Terry Brazelton sobre el impacto del cuidado de los padres sobre el bienestar de sus hijos que recomiendo a nuestros lectores. Haré una pequeña reseña. Empieza relatando el dilema típico de los nuevos padres cuando tienen que enfrentar el llanto imparable de su hija: ¿hay que dejarla llorar hasta que se canse… o alzarla, darle un poco de leche, golpearle la espalda, cambiar los pañales, caminar tarareando hasta calmarla? Había amigos que aconsejaban dejarla llorar, argumentando que si no la dejan llorar se va a engreír y malcriar, dominará a sus padres y será indisciplinada. El pediatra Brazelton por su lado discrepaba porque consideraba que el llanto era la forma de comunicación del bebe. Si al llorar no pasa nada, se sentirá impotente y aprenderá que sus acciones no tienen ningún efecto sobre el mundo que le rodea. En cambio si cuando llora algo ocurre, aprenderá que sus acciones, su llanto en este caso, tienen el poder de cambiar el mundo. Transcribiré más adelante textualmente sus propias palabras ya que son conmovedoras y perfectamente comprensibles. Años después me volví a topar con un texto de Brazelton que se ocupaba de otro problema: la reproducción intergeneracional de la pobreza, es decir, que los hijos de familias pobres tienen una altísima probabilidad de seguir siendo pobres. Brazelton coincidía, pero decía que eso no ocurría con todos. Algunos niños hijos de pobres… sí logran salirse de ese círculo vicioso de la pobreza. “Sus hallazgos coincidían con su práctica pediátrica: en la vida de esos niños hubo alguien que, muy temprano, los hizo sentir poderosos: les dio afecto, les respondió, actuó frente a su llanto y sus demandas; en fin, les hizo sentir que sus actos podían cambiar sus vidas, podían cambiar el mundo. Brazelton usaba este descubrimiento para algo que debía ser obvio: los centros de salud y nutrición de los niños no debían limitarse a darle alimento y medicina a los pequeños; tan importante como eso era que les dieran atención, que les dieran afecto, que formaran su identidad. Lo mismo, claro, aplicaría – en el cargo que hoy me ocupa – a la educación. Hace poco, un amigo colombiano estuvo presente en una conferencia del Dr. Brazelton, ya viejo y siempre sabio. Me cuenta que fue una lección magistral para los cientos de jóvenes pediatras que lo escuchaban. Empezó mostrando una simple diapositiva con la cara de un niño que no se veía nada bien… y preguntó: «ustedes, como pediatras, están acostumbrados a diagnosticar. Pues bien ¿qué tiene este niño, de qué padece?». Uno de los presentes arriesgó una respuesta: «ese niño presenta el síndrome de carencia afectiva». Los demás asintieron. Brazelton pidió explicaciones y se las dieron: todas las facciones del niño parecían confirmar el diagnóstico. Brazelton los felicitó: «acertaron – les dijo – pero veamos ahora la película y no solo la foto». Entonces mostró el video del mismo niño, feliz, jugando al lado de su madre, conversando con ella, interactuando… y sin mostrar signo de problema alguno. De pronto – en el video – aparecía el propio Brazelton instruyendo a la madre para que, a partir de ese momento, «se volviera como una piedra» y no respondiera de ninguna manera a los requerimientos, llamados o llantos de su hijo. Pasaron los minutos, el niño intentaba todo tipo de contacto con su madre… y nada. Unos minutos después llegó un momento en que el video se detuvo: era la escena que mostraba la cara con la que los pediatras habían diagnosticado «carencia afectiva» en el niño. Ya ven – les dijo Brazelton – su diagnóstico fue perfecto: esa carita muestra, en efecto, las consecuencias de la carencia afectiva; ¡las consecuencias de diez minutos de carencia afectiva! Piensen ahora cuáles pueden ser las consecuencias de una infancia llena de carencia afectiva… una infancia sin afecto, sin atención, sin ternura, sin respuesta. Así, Brazelton nos enseña cuál debe ser la responsabilidad esencial de la familia: dar vida no significa simplemente dar a luz, no significa dar alimento, dar techo, dar vestido; no significa dar juguetes o medicinas. Dar vida significa algo mucho más simple, pero más vital y profundo: significa dar afecto, dar importancia, dar respeto, dar atención a nuestras niñas y niños hasta hacerlos sentir dueños del mundo, de su vida y, claro, de la nuestra. Para eso es la familia, cualquier tipo de familia”.

 

 

Los mayores parecen ser los grandes olvidados. La primera oleada del coronavirus en nuestro país dio de lleno en ellos provocando un gran número de fallecimientos, pero en aquellos mayores que han sobrevivido yace una realidad a la que se presta poca atención: el coronavirus también ha truncado su proyecto de vida.